Prevención de la violencia: ¿para cuándo?

El horrible asesinato de un estudiante del CCH Sur la semana pasada ha vuelto a llamar la atención hacia la violencia en las escuelas, creciente desde 2010. Si bien la motivación del perpetrador, impulsada desde redes sociales tóxicas, puede parecer distinta de otros casos, las violencias en el ámbito escolar suelen relacionarse con desigualdad, discriminación, horizontes cerrados, resentimiento, soledad, frustración… y permisividad en ambientes también hostiles o violentos. Ante cada asesinato, abuso en las escuelas, la opinión pública suele escandalizarse y preocuparse –un rato– y las autoridades declarar que tomarán todas las medidas necesarias “para garantizar la seguridad”, además de anunciar nuevos compromisos y acuerdos para fomentar la “buena convivencia” en las escuelas. A fuerza de repetirse, tales declaraciones suenan huecas.

La violencia escolar no puede desvincularse de la violencia generalizada y su normalización. En un país donde la criminalidad alcanza grados de crueldad extrema, donde las propias instituciones violan derechos humanos y siguen protegiendo a criminales por sus altos puestos o sus influencias personales, la impunidad favorece el aumento de la tolerancia ante conductas que amenazan la integridad, la tranquilidad y la vida de otras personas.

La urgencia de enfrentar las violencias en las escuelas, mediante programas de prevención y sanciones efectivas, se ha reiterado desde hace quince o veinte años, dado el aumento de la violencia criminal, institucional y social a raíz de la supuesta “guerra contra el narco”. Ya entonces podía preverse que el ambiente agresivo o cuasi-bélico (en ciertas regiones) podría degradar la vida social, comunitaria y familiar, sobre todo en una sociedad desigual, machista, racista y discriminadora como la nuestra.

Insistir ahora en lo que “se va a hacer” (sin decir cómo) en vez de presentar un balance crítico y reconocer indolencias y fallas en el ámbito escolar (público y privado), no va atenuar el problema ni ahora ni a mediano plazo. Si de verdad se quiere “garantizar” un ambiente adecuado para la convivencia y el aprendizaje, deben diseñarse y planearse estrategias a largo plazo, aunque los resultados no sean sexenales.

De existir un sentido de responsabilidad del Estado y no una primacía de intereses partidistas y particulares de un sexenio a otro, quizá podríamos hablar de avances significativos por lo menos en la prevención de la violencia. Desde 2006 al menos, los gobiernos han impulsado algunos programas para prevenir el acoso y la violencia entre pares, sin resultados claros: cada seis años se desecha lo construido o se copian las formas sin cambiar las estructuras. Así se ha hecho, por ejemplo, con los protocolos para “prevenir, atender y sancionar la violencia” en general o contra las mujeres en escuelas y universidades. En algunas universidades, éstos han funcionado porque hubo participación de la comunidad y porque las autoridades estuvieron dispuestas a hacer cambios aunque pisaran intereses particulares. En otras, son pura simulación pues persisten cacicazgos, amiguismos y complicidades. Además, los protocolos no bastan si no se promueve un cambio de mentalidad en alumnado y docentes, como se ha intentado en la UNAM.

En vez de escudarse en promesas y retórica populista, las autoridades deberían reconocer la obligación del Estado de garantizar un presente y futuro sin violencia para niños, niñas adolescentes y jóvenes y trabajar en una verdadera estrategia nacional para impulsar en todo el país programas adecuados para prevenir la violencia en las escuelas a 10 – 20 años. Como bien saben, no se construye comunidad ni se enseñan relaciones igualitarias, respetuosas, colaborativas, empáticas en un año ni en un sexenio. Para asegurar la solidez y continuidad de una política pública nacional efectiva, transexenal, se necesitan recursos humanos y económicos suficientes.

El Congreso –que tanto nos debe– bien podría aprovechar la discusión del PPEF 2026 para impulsar una verdadera política de prevención de la violencia y cumplir con la obligación de dar a las nuevas generaciones condiciones óptimas para aprender y desarrollarse como personas y ciudadanas plenas.

Cortesía de El Economista



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