Prohibido hacer chistes

NUEVA YORK – No todos los líderes políticos odian que los ridiculicen con caricaturas. Algunos incluso las exhiben con orgullo en sus despachos. Pero suelen ser políticos democráticos, no líderes autoritarios cuyo poder depende de un culto a la personalidad.

El presidente estadounidense Donald Trump, un líder democráticamente elegido pero con fuertes inclinaciones autoritarias, no soporta que lo ridiculicen. Se dice que decidió candidatearse a la presidencia después de que en 2011 el entonces presidente Barack Obama se burló de él en la cena de corresponsales de la Casa Blanca. En aquel momento Trump no pudo hacer nada al respecto; pero ahora, como presidente, puede tratar de silenciar a los chistosos.

En septiembre, la cadena de televisión ABC (propiedad de Disney) sacó del aire al humorista Jimmy Kimmel, crítico habitual de Trump, tras presiones del presidente de la Comisión Federal de Comunicaciones. Trump aplaudió la decisión como “una gran noticia para Estados Unidos”. Pero tantas fueron las protestas (parece que 1.7 millones de personas cancelaron la suscripción a Disney+, Hulu y ESPN) que una semana después Kimmel volvió al canal. Aun así, Trump amenazó con quitarles la licencia de emisión a las cadenas que presenten a cómicos que hagan chistes sobre él.

Trump acierta al reconocer el poder del humor. El filósofo francés Voltaire, uno de los más grandes autores satíricos de todos los tiempos, dijo: “Nunca he dirigido a Dios sino una oración, una muy corta: Oh Señor, haz ridículos a mis enemigos”. Quedar en ridículo desnuda la hipocresía, la hipérbole, la mendacidad y la presuntuosidad, trucos habituales de los líderes autoritarios.

En el pasado, los monarcas y los nobles poderosos entendían que la burla podía ser necesaria como correctivo a la adulación de los cortesanos. Era la función de los bufones, que tenían impunidad (hasta cierto punto) para burlarse de sus jefes. Pero eso se debía a que se los podía tratar como tontos que no suponían ninguna amenaza para el poder.

Desde la antigua Roma, dos han sido los blancos principales de satiristas y cómicos. El primero son las ideas: el artículo de fe (secular o religioso). Este era el terreno favorito de Voltaire. Le encantaba burlarse de la Iglesia Católica, a la que consideraba una institución corrupta que oprimía a la gente difundiendo supersticiones. “La religión”, decía, “comenzó cuando el primer bribón conoció al primer tonto”.

Dado que los satiristas (desde Voltaire a Kimmel) suelen ridiculizar la autoridad establecida, podría suponerse que este tipo de humor tenderá a ser “progresista”, o incluso de izquierda. Pero en realidad, algunos de los satiristas más agudos fueron conservadores. Jonathan Swift, por ejemplo, era un firme defensor de la Iglesia Anglicana. No hay blanco más jugoso para un cómico conservador que las pretensiones de seriedad de los idealistas, cuyo afán de cambio suele ser incompatible con el sentido del humor. La comedia se adapta mejor al escepticismo y a la duda que a la pasión por las grandes causas.

El otro tipo de sátira apunta a las personalidades de los poderosos. Es el cómico valiente que se atreve a señalar que el emperador no tiene ropa. Como escribió Bob Dylan: “Incluso el presidente de los Estados Unidos a veces tiene que estar desnudo”.

Para un político común y corriente, esta clase de ridículo suele ser inocua. Pero la autoridad de monarcas y autócratas depende de su aura: la gente les obedece porque cree que reyes, reinas y dictadores son invencibles. El gran teatro del poder es tan importante para el gobernante como la amenaza de violencia contra los disidentes. El cómico que se burla de ese teatro, revelando al hacerlo el hecho de que el líder es un fanfarrón ridículo, pone en vilo la fuente misma del poder absoluto.

A Hitler lo enfureció la obra maestra cómica de Charlie Chaplin El Gran Dictador (1940). Chaplin no tuvo necesidad de exponer las atrocidades del fascismo: le bastó mostrar a Hitler y Mussolini como dos payasos. Para el demagogo, no hay nada más dañino que ser blanco de risas.

En sociedades liberales como Estados Unidos, el Reino Unido y Francia, los líderes (incluidos reyes y reinas) han tenido que tolerar hasta cierto punto las burlas. Los caricaturistas de los siglos XVIII y XIX solían ser despiadados. Thomas Rowlandson (1756‑1827) retrató al príncipe de Gales como un patán borracho; Honoré Daumier (1808‑1879) dibujó al rey Luis Felipe como un glotón obsceno.

Igual que las “hojas de escándalo” y la prensa amarilla, esta clase de escarnio era el precio de la libertad de expresión. Esto se aplica en particular a Estados Unidos, donde la Primera Enmienda de la Constitución otorga a la libertad de expresión amplias protecciones (más que en cualquier otro país). Las figuras públicas pueden ser criticadas, parodiadas, ridiculizadas e incluso difamadas, a menos que se demuestre «malicia real».

El fallecido director de cine checo Miloš Forman (que emigró a Estados Unidos en 1968) hizo una película llamada The People vs. Larry Flynt (1996), sobre la batalla legal entre el dueño de la revista pornográfica Hustler y Jerry Falwell, un teleevangelista que lo demandó por daño emocional cuando Hustler publicó una parodia de anuncio publicitario en la que Falwell rememoraba un encuentro sexual con su madre. En 1988, la Corte Suprema de los Estados Unidos dictaminó por unanimidad que el daño emocional no era motivo suficiente para denegar el derecho consagrado por la Primera Enmienda a expresar opiniones críticas sobre funcionarios y figuras públicas.

Forman, un refugiado de la Checoslovaquia comunista, era un admirador agradecido de la Primera Enmienda, que permitía a un pornógrafo disoluto burlarse de un líder religioso famoso. Si Trump consigue silenciar a quienes lo ridiculizan en público, el país donde Forman (que falleció en 2018) y millones de otras personas hallaron libertad dejará de existir.

El autor

Ian Buruma, es autor de numerosos libros, entre ellos Year Zero: A History of 1945, The Collaborators: Three Stories of Deception and Survival in World War II y el más reciente Spinoza: Freedom’s Messiah (Yale University Press, 2024).

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Cortesía de El Economista



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