
Hace unos días entró a mi consultorio una chica joven, de esas que podrían ser mi hija. Venía visiblemente agitada. ¿Qué la tenía tan nerviosa? Esa noche, por fin, conocería en persona a alguien con quien había conectado en Tinder. Lo que para muchos puede ser un momento emocionante y divertido, para ella se vivía como una pesadilla.
—En las primeras citas se me traba la lengua —me confesó—. Sudo, me pongo roja y termino haciendo el ridículo.
En su caso, optamos por una herramienta que en psiquiatría se utiliza de manera muy puntual, un betabloqueador llamado propranolol. Tomado antes del encuentro, le ayudaría a controlar esa cascada de síntomas físicos que acompañan a la ansiedad: taquicardia, temblor en las manos, voz quebrada. Todo ese ruido corporal que grita “estás nerviosa.”
La joven volvió muy contenta la semana siguiente. La cita había salido bien. Era como si su cuerpo y su mente hubieran olvidado el pánico al que ya estaban tan acostumbrados en esas situaciones.
Pero ¿qué es el propranolol? Originalmente diseñado para tratar la hipertensión y las arritmias cardíacas, con el tiempo este fármaco se ha convertido en una especie de arma secreta para quienes sufren ansiedad de desempeño: un músico en un concierto, un político en un debate, un estudiante frente a un examen oral o una joven en su primera cita.
En términos sencillos, el propranolol bloquea la acción de la adrenalina, la hormona que acelera el corazón y provoca sudoración o temblores cuando sentimos miedo o presión social. Al silenciar esa reacción fisiológica, la persona no se siente tan expuesta o vulnerable. Es decir, calma el cuerpo, pero no necesariamente alivia lo que ocurre en la mente.
Es importante subrayar que no se trata de una cura para la fobia social ni para la ansiedad generalizada. Los estudios más recientes indican que los betabloqueadores funcionan mejor como apoyo puntual, en situaciones específicas, y no como tratamiento continuo. En casos de fobia social más amplia o de trastornos de ansiedad complejos, su efecto es limitado. No alcanzan el núcleo del problema, que suele estar en los pensamientos anticipatorios, la rumiación constante y el miedo profundo a ser juzgado.
Tampoco son inocuos. Pueden bajar demasiado la presión arterial, causar fatiga y afectar la función respiratoria en personas con asma o bronquitis. Por eso es fundamental que su uso esté supervisado por un médico, y no se receten a la ligera como si fueran caramelos para calmar los nervios.
A pesar de lo extendido de su uso, la ciencia sigue siendo cautelosa. Una revisión sistemática publicada en BMC Psychiatry en 2025 analizó todos los ensayos clínicos con betabloqueadores en trastornos de ansiedad y concluyó que no hay evidencia sólida de que superen al placebo o a otros fármacos de primera línea, como las benzodiacepinas o los inhibidores de la recaptura de serotonina. Lo que sí se ha observado es que pueden ser útiles en la ansiedad de desempeño, esa que aparece justo antes de dar un discurso o subir a un escenario, cuando los síntomas físicos pesan más que los pensamientos.
En Estados Unidos, The Wall Street Journal reportaba hace unas semanas cómo figuras públicas y jóvenes profesionales recurren al propranolol como “píldoras mágicas” para primeras citas o entrevistas de trabajo. Y aunque suene inofensivo, este fenómeno refleja un dilema cultural profundo: ¿hasta dónde estamos dispuestos a medicar la vida cotidiana?
En México no existen cifras claras sobre cuántas personas usan propranolol, pero sí sabemos que la ansiedad es hoy uno de los trastornos más frecuentes en la consulta psiquiátrica. Según datos de la OMS, afecta a casi una de cada cuatro personas en algún momento de la vida. Entre adolescentes y jóvenes, los síntomas suelen aparecer sobre todo en situaciones sociales, como el miedo al rechazo, la inseguridad al interactuar o la presión por mostrarse “perfectos”.
Esto nos lleva a una reflexión doble. No hay duda de que existen fármacos que, cuando son usados responsablemente y con supervisión médica, pueden ser nuestros aliados. Sin embargo, tampoco perdamos de vista que la vulnerabilidad es parte de lo que nos hace humanos. No siempre necesitamos silenciar al cuerpo; a veces basta con escucharlo, respirar y atrevernos a ser quienes somos.
Me encantaría conocer tus dudas o experiencias relacionadas con este tema. Sigamos dialogando; puedes escribirme a [email protected] o contactarme en Instagram en @dra.carmenamezcua.
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Cortesía de El Economista
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