Imagine por un momento que recibe un diagnóstico de cáncer. Gracias a un simple análisis de sangre, su médico podría identificar con precisión el tipo de cáncer y seleccionar el tratamiento más adecuado. Sin embargo, en psiquiatría, este lujo no existe. No contamos con pruebas de laboratorio que permitan determinar el diagnóstico psiquiátrico ni predecir qué tratamiento sería el más eficaz. Actualmente, los diagnósticos psiquiátricos se basan en entrevistas clínicas con el paciente y la observación de su comportamiento. Si el tratamiento falla o el paciente no responde a la medicación, se prueba con otro fármaco, y así sucesivamente.
Aunque este enfoque resulta útil en algunos casos, carece de la precisión que se observa en otras áreas de la medicina. Por esta razón, la búsqueda de las bases neurobiológicas responsables de enfermedades mentales, como la depresión o la esquizofrenia, es una de las misiones más urgentes y fascinantes de la investigación biomédica actual. Asimismo, numerosos laboratorios concentran su interés en descifrar cómo los medicamentos utilizados para tratar este tipo de enfermedades mentales afectan el cerebro de los pacientes, con el objetivo de diseñar de forma racional terapias más eficaces y menos propensas a causar efectos secundarios. Es posible que los psicodélicos sean uno de estos nuevos medicamentos.
Cuando se escucha la palabra psicodélico, probablemente se asocia con los “tripis” de los años sesenta y sus alucinaciones, visiones surrealistas, colores vibrantes y percepciones erróneas de cosas que no existen, como escuchar, ver, u oler algo que no está ahí. Sin embargo, los psicodélicos han estado presentes en rituales espirituales y religiosos desde tiempos inmemoriales. Un ejemplo icónico es la psilocibina, el compuesto activo de los hongos alucinógenos o “setas mágicas” como Psilocybe cyanescens en Europa y la costa oeste de los EE.UU., y Psilocybe cubensis en Sudamérica y partes de México. Otros ejemplos incluyen la mescalina, el compuesto activo del cactus peyote, y la bufotenina, presente en las secreciones glandulares de la piel de ciertas especies de sapo.

Más recientemente, a mediados del siglo pasado, el farmacólogo Albert Hofmann descubrió de manera fortuita las propiedades psicodélicas del LSD mientras trabajaba en derivados del cornezuelo del centeno (Claviceps purpurea) en busca de estimulantes respiratorios en su empresa farmacéutica en Suiza. Tras este descubrimiento, los ensayos clínicos comenzaron a demostrar de manera convincente que el LSD y otros psicodélicos, además de influir en la percepción de los procesos sensoriales, podían poseer un potencial terapéutico en personas con trastornos psiquiátricos, como la depresión, y trastornos adictivos, como el alcoholismo.
Sin embargo, su uso recreativo entre los jóvenes, y su popularidad como herramienta para potenciar la creatividad entre artistas – incluidos pintores, músicos y cantantes – llevaron al presidente de los EE.UU., Richard Nixon, a firmar en 1970 una ley que prohibió de forma estricta psicodélicos como la psilocibina y el LSD. Desde entonces, el uso de los psicodélicos en ensayos clínicos fue prácticamente eliminado. No obstante, más recientemente, desde aproximadamente 2015, y gracias principalmente al trabajo realizado por varios grupos de investigación en los EE.UU. y en diversos países europeos, incluida España, los psicodélicos han despertado un interés creciente tanto en el ámbito clínico como en el estudio básico y molecular.
Los resultados obtenidos son altamente prometedores. Pacientes con depresión que no responden de forma adecuada a los tratamientos antidepresivos tradicionales han mostrado mejoras significativas tras recibir una o unas pocas dosis de psilocibina, con efectos que persisten durante semanas o incluso meses después la administración de esta sustancia psicoactiva. Resultados similares se ha observado en personas con adicción al tabaco o al alcohol. Estos hallazgos han llevado a los bioquímicos y neurobiólogos a plantearse una pregunta fascinante, aunque también desafiante. ¿Cómo es posible que una sola administración de este psicodélico genere cambios tan profundos y duraderos en el cerebro y, en consecuencia, en los síntomas psiquiátricos del paciente?

Los receptores son proteínas ubicadas en la superficie de las células, cuya función principal es reconocer y unirse de manera específica a moléculas señalizadoras. Por ejemplo, en la retina del ojo se encuentra la rodopsina, un receptor que actúa como la principal molécula fotorreceptora de la visión, o lo que es lo mismo, la encargada de detectar la luz. Recientemente, utilizando herramientas moleculares para generar ratones genéticamente modificados, un grupo de investigadores descubrió que un receptor de neurotransmisores, conocido como receptor de serotonina 2A, es responsable de la mayoría de los efectos conductuales inducidos por los psicodélicos. Este hallazgo ha sido corroborado por otros estudios, que han demostrado que las alucinaciones inducidas por los psicodélicos pueden reducirse con la administración de un bloqueador del receptor (también conocido en farmacología como antagonista). En consecuencia, se ha establecido con claridad que el receptor de serotonina 2A es el principal mediador de las propiedades alucinógenas de los psicodélicos.
Una cuestión diferente, pero igualmente relevante, se refiere al potencial efecto terapéutico de los psicodélicos en personas con trastornos psiquiátricos. Uno de los posibles mecanismos es lo que se conoce como neuroplasticidad. En neurociencia, la plasticidad se define como la capacidad de las neuronas para modificar sus conexiones y su actividad eléctrica (despolarizaciones o hiperpolarizaciones del potencial de su superficie celular) en respuesta a nueva información. Esta información puede incluir, por ejemplo, estímulos sensoriales, diferentes etapas del desarrollo durante los estados embrionarios, la infancia y la adolescencia, así como las respuestas adaptativas tras un traumatismo cerebral grave. La neuroplasticidad implica la reorganización funcional del cerebro para operar de manera distinta a como lo hacía antes de un estímulo determinado.
En investigaciones experimentales, utilizando modelos de ratón, se pueden evaluar diferentes tipos de neuroplasticidad. Por ejemplo, es posible analizar la potenciación a largo plazo (LTP, por sus siglas en inglés), que consiste en un aumento persistente en la fuerza sináptica tras la estimulación neuronal. También se puede evaluar la plasticidad estructural dendrítica, que involucra cambios en las espinas de las dendritas, estructuras neuronales que forman contactos funcionales con los axones de otras neuronas. Además, se estudia la plasticidad epigenética, que se refiere a los mecanismos bioquímicos que regulan la activación o represión de la expresión génica en los cromosomas del núcleo celular. Sabemos que diversas condiciones psiquiátricas, como la depresión, están asociadas con alteraciones en procesos de neuroplasticidad en diferentes zonas del cerebro, especialmente en la corteza cerebral. Actualmente, contamos con evidencia convincente que demuestra que una sola administración de psicodélicos, como la psilocibina, induce efectos duraderos en estos tipos de neuroplasticidad. Estos incluyen un aumento en la plasticidad funcional, un incremento en el número de espinas dendríticas, y modificaciones en la expresión génica.

Estos hallazgos son muy prometedores, pero también son recientes, por lo que aún quedan muchas preguntas por responder sobre cómo, a nivel molecular, los psicodélicos logran producir efectos terapéuticos tan potentes y duraderos en la plasticidad cerebral. Entre las preguntas más importantes se encuentran las siguientes: La primera es si los efectos alucinógenos de los psicodélicos son completamente independientes de las rutas que promueven la plasticidad neuronal. En otras palabras, ¿es posible desarrollar nuevos medicamentos que promuevan la plasticidad neuronal estructural y funcional sin inducir alucinaciones? En relación con esto, surge la segunda pregunta: ¿es imprescindible la experiencia subjetiva o “tripis” producido por los psicodélicos, como la psilocibina o el LSD, para obtener beneficios terapéuticos? Dicho de otro modo, ¿la experiencia alucinógena es necesaria para reducir los niveles de depresión, ansiedad o adicción? Estas cuestiones representan un área de gran interés que numerosos grupos de investigación esperan abordar en los próximos años. Son preguntas altamente relevantes, ya que, aunque los psicodélicos no son particularmente costosos, su administración requiere un entorno clínico controlado y supervisión psicológica especializada para minimizar los riesgos asociados a su uso.
En los experimentos biomédicos, es esencial incluir un grupo control. En los estudios clínicos, este grupo suele recibir lo que se conoce como placebo: una sustancia que simula el tratamiento pero que carece de principios activos (por ejemplo, una pastilla de sacarina). Sin embargo, en los ensayos clínicos con psicodélicos surge un desafío importante: es evidente para los pacientes si han recibido el psicodélico o el placebo, lo que plantea una cuestión crucial. ¿Los efectos terapéuticos observados son el producto del psicodélico, o, por el contrario, están influidos por la expectative generada al saber que se pertenece al grupo experimental que recibe el compuesto activo? ¿Son los psicodélicos un “bala mágica” capaz de impactar eficazmente una amplia variedad de enfermedades cerebrales, o son simplemente un disparo de fogueo? Establecer colaboraciones interdisciplinarias que integren líneas de investigación básica, preclínica (con modelos animales) y clínica es una estrategia prometedora para abordar estas preguntas aún abiertas.
Cortesía de Muy Interesante
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