Putin y Trump: convergencias que llegan a Ucrania


Las narrativas políticas de Vladímir Putin y Donald Trump guardan más similitudes de las que a primera vista podría suponerse. Ambas se alimentan de una idea central: la reivindicación de una grandeza histórica que —según ellos— ha sido debilitada por la globalización, el liberalismo internacional y la pérdida de soberanía económica y cultural.

En los discursos de Múnich (2007) y Valdai (2014), Putin planteó que Rusia no es simplemente un Estado-nación, sino una civilización autónoma con derecho a definir sus propias reglas morales, políticas y económicas. “Rusia tiene más de mil años y ha tenido siempre una política exterior independiente; no necesitamos que nadie nos enseñe cómo vivir”, afirmó. Esa visión alcanza su clímax en La Gran Rusia (2021), donde el concepto de civilización trasciende lo político y se vuelve metafísico: una comunidad espiritual amenazada por Occidente. Así, la soberanía deja de ser un principio jurídico para asumir una dimensión existencial: defender el alma rusa equivale a defender al Estado.

Por su parte, Donald Trump adaptó este planteamiento a la realidad estadounidense con America First. Reinterpretó la soberanía como una misión de reindustrialización moral y económica destinada a “recuperar” la nación de la dependencia global. En ambos liderazgos, la soberanía deja de ser un instrumento del derecho internacional para convertirse en un acto de supervivencia cultural.

La convergencia es todavía más visible en su crítica compartida al orden liberal creado tras la Guerra Fría. Desde Múnich, Putin denunció el “unipolarismo” estadounidense como fuente de inestabilidad mundial: “Un mundo unipolar no solo es inaceptable, sino imposible”. Luego  profundizó en la idea de un sistema internacional convertido en un “juego sin reglas”, manipulable por Occidente según sus intereses. Esa lectura termina justificando la acción unilateral rusa: si el orden es arbitrario, Rusia tiene derecho a actuar según sus propios parámetros.

En La Gran Rusia, ese argumento se aplica al caso ucraniano: si Occidente puede intervenir en nombre de la democracia, Rusia puede hacerlo en nombre de la historia. Trump, en otro ámbito, acusa a la OMC, la OTAN y hasta la ONU de vulnerar la soberanía estadounidense mediante acuerdos “injustos”. Y hoy intenta proyectar una renovada doctrina Monroe sobre América Latina, buscando mayor control político, económico y cultural. En ambos casos, la retórica revisionista busca legitimar políticas unilaterales.
Otro punto de encuentro es la economía entendida como herramienta de poder. Putin considera que la autarquía estratégica es condición indispensable de independencia. En Valdai y en diversos documentos económicos rusos, insiste en que Rusia debe reducir su exposición al sistema financiero occidental y desarrollar sus propias capacidades industriales, energéticas y tecnológicas: “La seguridad nacional depende de la soberanía económica”.

La lógica es similar en America First: repatriar la producción, proteger los sectores críticos, controlar las cadenas de suministro. Ambos modelos buscan reconstruir el poder nacional mediante el control de los recursos estratégicos —energía, manufactura, defensa, tecnología— y rechazan la interdependencia global, percibida como vulnerabilidad.

En el campo moral y cultural, las coincidencias también son profundas. Putin reivindica los “valores tradicionales rusos” —familia, religión, patriotismo, comunidad— como cimiento del orden nacional. “Occidente vive una decadencia moral; renuncia a sus raíces cristianas y glorifica lo que antes consideraba perversión”, afirmó en Valdai. Su discurso articula un anti-liberalismo cultural que acompaña al anti-globalismo económico: la decadencia moral y la dependencia material aparecen como dos formas de subordinación.

Trump, con un lenguaje distinto, explota un sentimiento similar: la pérdida de identidad cultural y económica de Estados Unidos frente al globalismo progresista y financiero. Ambos presentan la “crisis moral” como argumento político para una restauración nacional.

Las narrativas de Putin y Trump son síntomas del colapso del paradigma globalista: mientras el liberalismo prometió un mundo interdependiente y pacífico, el siglo XXI mostró que la interdependencia genera riesgos: vulnerabilidad energética, deslocalización industrial, crisis migratorias y pérdida de cohesión interna. Trump y Putin traducen esa percepción en una doctrina convergente: la fortaleza nacional depende del control interno de los recursos, la historia y la identidad.

De ahí derivan tres nuevas guerras: la guerra económica, con sanciones, aranceles y control de cadenas de suministro; la guerra informativa, donde chocan narrativas patrióticas y globalistas; y la guerra cultural, que enfrenta valores tradicionales contra cosmopolitismo y migración.

La propuesta de Trump para resolver la guerra en Ucrania —que sugiere concesiones a Moscú— parece alinearse con esta visión, pasando por encima de los intereses europeos y consolidando un mundo dividido en bloques civilizatorios: Rusia frente a Occidente; Estados Unidos y aliados frente a China; Europa reducida a campo de disputa.

En México y América Latina, el creciente peso político, económico y cultural de Estados Unidos exige una posición estratégica clara. No podemos limitarnos a ser espectadores de las batallas ideológicas ajenas. Nuestro papel debe construirse desde la afirmación de nuestros propios valores, intereses y fortalezas, aprovechando las oportunidades que ofrece un mundo fragmentado, pero también asumiendo con inteligencia los riesgos de un entorno dominado por proyectos nacionalistas y civilizatorios cada vez más agresivos.

En este nuevo tablero global, nuestro protagonismo pasa por cuidar nuestras prioridades, defender nuestra soberanía y aprovechar nuestro potencial económico y cultural para negociar desde una posición de mayor fuerza.

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Cortesía de El Informador



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