Cuando se habla de la curia, siempre acuden a nuestra mente silenciosos e intrigantes clérigos moviéndose sibilinamente en la sombra por el Vaticano e influyendo en la acción papal, incluso determinándola.
Quizá no sepamos exactamente en qué consiste la institución, pero escándalos como el asesinato del “banquero de Dios” Roberto Calvi en 1982 −y obras literarias de ficción tan populares y exitosas como El código Da Vinci (2000)− han asentado la imagen de una máquina de formidable y discreto poder alrededor de los pontífices, capaz de aplastar cualquier disidencia en la interpretación de las enseñanzas de Jesucristo.
Un oscuro poder fáctico
La curia, que es tan antigua como el papado, estuvo formada en sus inicios por unos pocos consejeros y colaboradores del pontífice, pero, con la centralización del poder en torno a este, hoy es prácticamente un gobierno: una vasta estructura administrativa y funcionarial organizada en nada menos que 56 departamentos, según la información oficial del Vaticano. Y, para algunos estudiosos, “se ha convertido en un poder fáctico que muchas veces se impone al mismo papa”, en palabras del teólogo Joaquín Perea González en su libro Del Vaticano II a la Iglesia del papa Francisco. Cincuenta años de posconcilio.
Al actual pontífice se le atribuye, precisamente, la adscripción al ideario progresista que intentó poner en pie el Concilio Vaticano II, y uno de sus objetivos declarados sería disminuir el peso de este poder fáctico. Desde el principio de su mandato (2013), Francisco I no ha dudado en lanzar mensajes de aviso a la curia, algo que ha hecho incluso en público.
Una primera llamada de atención fue la alocución de Navidad que dirigió en 2014, al año siguiente de su elección, a los miembros más selectos del ‘gobierno en la sombra’. Ese día les habló de las quince “enfermedades” que acechaban a la institución. Entre ellas señaló la de “criticar a los otros por la espalda”, la de los que quieren “multiplicar su poder a toda costa y para ello son capaces de calumniar, difamar y desacreditar, incluso en periódicos y revistas”, y así sucesivamente.
Con una voz muy tranquila que suavizaba un fondo durísimo −puño de hierro en guante de terciopelo−, la alocución papal culminó con esta frase: “Una curia que no sea autocrítica, que no busque mejorarse, es un cuerpo enfermo”.
Hacia una nueva Constitución
El empeño reformista de Jorge Mario Bergoglio (su nombre civil), azuzado por los escándalos financieros que tocaban a la curia y por los de pederastia en diversas partes del mundo −incluido el relativo al cardenal australiano George Pell, que había sido responsable de las finanzas vaticanas−, debería haber culminado en la segunda mitad de 2019 con una nueva Constitución Apostólica −la carta magna del Vaticano− que sustituyese a la promulgada por Juan Pablo II en 1988.

Sin embargo, hubo que esperar hasta el 19 de marzo de 2022 para su publicación. Este documento legislativo del derecho canónico es una pieza fundamental para las intenciones de Francisco, ya que a través de ella se regulan la composición y las competencias de los diversos organismos que conforman la curia romana. Esta ha sido objeto de cinco grandes reformas a lo largo de la historia, tres de ellas durante el siglo XX: en 1908 por Pío X, en 1967 por Pablo VI y la citada de Juan Pablo II, que le dio el nombre de Pastor Bonus (El buen pastor).
Tanto cambio durante el siglo pasado indica que la Iglesia se ha ido haciendo más y más consciente de que tiene que acomodar su funcionamiento a la evolución de una sociedad cada vez más ajena a sus postulados, así como dar respuesta al deseo de sus fieles de participar en el gobierno eclesial. En esa dirección se movieron las dos últimas reformas, pero el actual pontífice quiere progresar más hacia el objetivo de “predicar el Evangelio”, que es el título que ostenta la nueva Constitución: Praedicate Evangelium.
Francisco vs. Benedicto
Uno de los proyectos estrella del papa Francisco es la creación de un gran Ministerio para la Evangelización que fusionaría departamentos preexistentes. Ello responde al espíritu del documento, pero no solo tendría una significación simbólica: en la práctica, este macroorganismo se situaría por encima de un departamento histórico, la Congregación para la Doctrina de la Fe, que ha jugado un papel clave −y muy controvertido− en la actividad de la Iglesia.
Y uno de sus anteriores prefectos (el máximo responsable) fue, durante nada menos que veinticuatro años, el mismísimo Joseph Ratzinger, antes de ser elegido papa como Benedicto XVI en 2005.

Tanto la camaleónica figura de Ratzinger como su renuncia al papado están llenos de incógnitas. Nacido en 1927 en una pequeña localidad de Baviera (Alemania), algunos han intentado desacreditarle por su afiliación a las Juventudes Hitlerianas al final de la guerra, con 16 años, pero sus exégetas afirman que se vio forzado a ello y que desertó.
Más polémicos y comprobables son sus bandazos ideológicos posteriores: teólogo erudito, pasó de acérrimo defensor en los años 60 del Concilio Vaticano II y la Nueva Teología de Karl Rahner a mano derecha en los 70 del conservador Wojtyla, quien ya como papa Juan Pablo II lo nombró prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe en 1981.
En cuanto a su dimisión en 2013, supuestamente por motivos de salud, hay quienes afirman que la cohabitación pacífica entre el papa emérito y Francisco era solo aparente y que Benedicto era uno de los inspiradores de la resistencia de los sectores más conservadores al nuevo papa.

Sea como fuere, la Congregación para la Doctrina de la Fe (el antiguo Santo Oficio) es uno de los principales reductos de la ortodoxia en el Vaticano y, por ello, ha solido tener al mando a los prelados más reaccionarios. Ratzinger, en su momento, fue el azote de la teología de la liberación, surgida en la Latinoamérica de Francisco. Y este tuvo ocasión de experimentar el reproche de la ortodoxia con el prefecto que se encontró a su llegada al papado, el alemán Gerhard Ludwig Müller.
Chocaron en un debate de gran trascendencia: la administración del sacramento de la comunión a los católicos divorciados y vueltos a casar por lo civil, uno de los asuntos que más ha enfrentado a Francisco con el ala conservadora de la curia.
Conservadores y progresistas
Müller había sido uno de los coautores de un libro, publicado en 2013 poco después del nombramiento del nuevo papa, sobre el matrimonio y la comunión en la Iglesia católica. En la obra, que apareció oportunamente a las puertas de un sínodo extraordinario sobre la familia celebrado en 2014, participaban también otros pesos pesados de la curia, todos ellos contrarios a facilitar dicho acceso a la comunión.

Con su libro, aspiraban a cerrar el debate doctrinal; sin embargo, el sínodo se convirtió en el escenario de un deslizamiento de la posición oficial sobre el asunto que iba a abrir una grieta públicamente perceptible entre conservadores y progresistas.
El resultado del cambio de postura pudo verse en 2016 cuando el pontífice argentino publicó una larga exhortación apostólica postsinodal (261 páginas) titulada Amoris Laetitia (La alegría del amor), en la que matizaba la doctrina respecto a los fieles vueltos a casar sin pasar antes por la anulación eclesiástica: “Ya no es posible −escribía− decir que todos los que se encuentran en una situación así llamada irregular viven en pecado mortal”, y añadía que “nadie puede ser condenado para siempre”. Este documento escoció y el debate se convirtió en trending topic informativo, lo que exacerbó de rebote los ánimos entre los conservadores.
Müller acabaría viendo declinar su carrera enredado en el escándalo de los abusos sexuales a niños, al ser acusado de haberse esforzado por ocultar a la opinión pública algunos de los casos más sonados. En 2017 sería apartado por el papa de su influyente cargo, pero, lejos de abandonar la primera línea, ha expresado con más claridad desde entonces su oposición a la línea progresista de Francisco, convirtiéndose así en uno de los representantes más reconocibles del ala conservadora del colegio cardenalicio.
En 2019, Müller publicó un Manifiesto de la Fe de cuatro páginas que enseguida fue interpretado como un velado ataque contra Francisco. En el documento, insiste en su postura a favor de que los divorciados no reciban la eucaristía y desliza frases duras como que “la amonestación del apóstol sigue siendo válida hoy en día para que cualquiera que predique otro evangelio sea maldecido, «aunque seamos nosotros mismos o un ángel del cielo» (Gal 1,8)”.
Raymond Burke, el ‘Enemigo nº 1’
Otro miembro reconocible del ala conservadora que se hizo notar en el debate de la comunión de los divorciados fue el cardenal estadounidense Raymond Burke. Como Müller, ocupaba otro cargo clave en la curia cuando llegó Francisco: el de prefecto del Tribunal Supremo de la Signatura Apostólica, que vendría a ser algo así como ministro de Justicia del Vaticano. Entre las funciones de este tribunal, una es precisamente la de encargarse de los litigios de nulidad matrimonial, pues está por encima jurisdiccionalmente del conocido Tribunal de la Rota.

Burke, que había sido nombrado por Benedicto XVI, vio cómo el nuevo papa le sustituía en el cargo a finales de 2014. Lo nombró patrón de la Orden de Malta, pero luego, en 2016, también le apartaría de esta función. Se ha convertido así en un ‘cardenal sin cartera’, como él mismo reconocía en una entrevista a The New York Times en la que admitía que el papa le ha “degradado”.
Desde entonces, Burke no ha evitado pronunciamientos bastante claros contra las iniciativas de Francisco. El más famoso de todos es su frase: “Al papa podemos desobedecerle, su autoridad no es mágica, sino que deriva de su obediencia a Dios”. Lo dijo en una singular cumbre de críticos de Amoris Laetitia, celebrada en 2018 en un hotel de Roma. Allí se oyó gruesa munición retórica por su parte contra Francisco, incluida la insinuación de que el papa debería hacer una corrección pública de lo expresado en ese documento. Esto ha llevado a algunos observadores a calificarle como “el enemigo número uno de Francisco dentro del Vaticano”.
Defensores de las esencias
Una clave para entender a los conservadores como Müller o Burke es su convencimiento de estar en posesión de la verdad y de sentirse defensores de las enseñanzas de la Iglesia. En la entrevista del New York Times, Burke decía: “Sigo enseñando las mismas cosas de siempre… pero ahora de repente esto es percibido como contrario al pontífice de Roma”.
En su opinión, existe “una visión muy política del papado, según la cual el papa es algo así como un monarca absoluto que puede hacer lo que quiera. Y este no ha sido nunca el caso en la Iglesia. El Papa no es un revolucionario elegido para cambiar las enseñanzas de la Iglesia”.
Quizá el más lacerante de todos los críticos es el italiano Carlo Maria Viganò, que ocupó influyentes cargos en la curia, entre ellos el de nuncio apostólico en Estados Unidos durante la presidencia de Obama. Viganò, hoy retirado pero muy activo mediáticamente, asevera que el papa no ha sabido atajar los casos de abusos sexuales y ha llegado a pedir su renuncia por ello.

Tal ha sido su agresividad que, a finales de 2018, el Premio Nobel de la Paz argentino Adolfo Pérez Esquivel salía a la palestra en defensa de Francisco denunciando una campaña contra él: “Debe soportar continuos ataques, injurias y mentiras que surgen de grupos opositores de obispos y cardenales, que violentan y cuestionan su acción pastoral”. Esquivel observaba que “la promoción mediática que han logrado las declaraciones infundadas del ex nuncio Viganò muestra una campaña destituyente que genera honda preocupación a los cristianos en el mundo”.
La curia ha contado, en su pulso con Francisco, con un importante aliado externo: Steve Bannon, ideólogo de Donald Trump y su jefe de estrategia en la Casa Blanca durante sus siete primeros meses de presidencia. En Europa ha tejido una relación con Burke a través del Instituto de la Dignidad Humana, un think tank católico que Bannon quiere convertir en una escuela de formación de líderes populistas. Se llegó a hablar incluso de un tridente formado por Burke, Bannon y el líder derechista Matteo Salvini para ejercer una fuerte presión contra Francisco.

Como puede verse, la última cruzada en el seno del Vaticano, aunque menos truculenta que en los best sellers, no es por ello menos despiadada.
Cortesía de Muy Interesante
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