Fuente de la imagen, Cortesía Jack El-Hai
¿Por qué?
Hace 80 años, el mundo se hacía esta pregunta mientras se revelaba la magnitud de la tragedia que dejó la recién finalizada Segunda Guerra Mundial y salían a la luz los horrores de los campos de concentración, donde el régimen nazi intentó aniquilar a judíos, gitanos, homosexuales y opositores políticos.
La humanidad esperaba respuestas del Tribunal Militar Internacional instalado en la ciudad alemana de Núremberg, el cual, a partir del 20 de noviembre de 1945, enjuició a 24 altos mandos del depuesto Tercer Reich.
Sin embargo, la inédita tarea de procesar a los líderes de una nación derrotada en un conflicto bélico no fue sencilla. Los aliados debieron resolver una serie de problemas legales y técnicos, como definir los delitos que se les imputarían, quién los procesaría y el tipo de procedimiento que debía seguirse.
Aunque principios fundamentales del derecho penal democrático, como la no retroactividad de la ley —según el cual nadie puede ser juzgado por delitos no previstos previamente en el ordenamiento jurídico— no fueron respetados plenamente, los vencedores intentaron subsanar esas fallas y acallar las críticas garantizándoles a los acusados el debido proceso.
Pero antes de sentar en el banquillo de los acusados a los jerarcas nazis, había que despejar una duda crucial: ¿estaban mentalmente aptos para enfrentar un juicio o no? Esa tarea recayó en el psiquiatra estadounidense Douglas M. Kelley.
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El preámbulo
¿Por qué era importante determinar la sanidad mental de los acusados?
“Las garantías y derechos judiciales son inherentes a todo ser humano, sin excepción”, le explica a BBC Mundo el presidente de la Comisión Internacional de Juristas (ICJ, por sus siglas en inglés), el abogado Carlos Ayala Corao.
“Si una persona no actúa con su libre albedrío, sino por una enfermedad o trastorno médico mental, el derecho penal democrático lo exceptúa de responsabilidad o al menos puede ser un atenuante”, añade el también expresidente de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH).
La conclusión a la que llegaría Kelley, un psiquiatra egresado de la Universidad de California que se alistó en el ejército estadounidense -donde alcanzó al rango de teniente coronel- y que durante el conflicto trató a soldados aliados que pelearon en Europa por “fatiga de combate o shock de guerra (hoy trastorno de estrés postraumático)”, iba a determinar en gran medida la suerte del inédito juicio y, por ende, de los acusados.
“En general, los prisioneros no son diferentes de un grupo de ejecutivos de cualquier otra parte; en contraste con la opinión popular, no están locos ni son superhombres”, dictaminó Kelley, según reveló él mismo en una entrevista radial que concedió al sexto día del proceso.
Fuente de la imagen, Cortesía Jack El-Hai
¿Cómo llegó a este diagnóstico? “Kelley pasó unos ocho meses con los líderes nazis, fundamentalmente en el hotel de Luxemburgo, donde fueron recluidos y les aplicó una combinación de técnicas psiquiátricas”, le explica a BBC Mundo el periodista estadounidense Jack El-Hai, quien estudió el trabajo del médico para su libro “El nazi y el psiquiatra”.
Para la obra, que inspiró la película “Núremberg” que protagonizan los ganadores del Oscar Russell Crowe y Rami Malek, el comunicador revisó 15 cajas llenas de documentos, informes y reportes que escribió Kelley, en los registró sus estudios de los nazis. La familia del médico conservó todo ese material durante décadas.
“Kelley entrevistó a los acusados, pero también los sometió a una batería de pruebas psicológicas, como el test de manchas de tinta de Rorschach, donde se les pedía describir lo que veían en imágenes abstractas”, agregó.
“También les aplicó el test de percepción temática, similar al de Rorschach, pero con fotografías reales o ilustraciones, en el que se les pedía contar una historia. Además, les hizo pruebas de coeficiente intelectual y descubrió que todos tenían una inteligencia promedio o por encima del promedio”, precisa.
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Jugando con fuego
Durante sus investigaciones, Kelley mostró particular interés en uno de los acusados: Hermann Goering, el otrora sucesor de Adolf Hitler y excomandante de la Luftwaffe.
“Goering era el jerarca de mayor rango de los capturados y Kelley se sintió intrigado por él, en parte porque ambos compartían rasgos de personalidad: eran inteligentes, carismáticos, egocéntricos y algo narcisistas”, afirma El-Hai.
“Kelley nunca ignoró la crueldad y las decisiones frías de Goering durante la guerra, pero ambos desarrollaron una relación que implicaba cierta admiración mutua, aunque no una amistad”, añade.
El psiquiatra dejó testimonio de su impresión del otrora as de la aviación durante la Primera Guerra Mundial.
“Goering era encantador cuando decidía serlo; tenía una inteligencia excelente, gran imaginación, mucha energía y sentido del humor”, escribió Kelley, según se lee en unos manuscritos disponibles en el Museo del Holocausto de EE.UU.
“Cada día, cuando llegaba a su celda, se levantaba de su silla, me saludaba con una amplia sonrisa y la mano extendida, me acompañaba hasta su catre y daba golpecitos en el centro: ‘Buenos días, doctor. Me alegra mucho que haya venido a verme… por favor, siéntese’. Luego se acomodaba junto a mí con su gran cuerpo, listo para responder a mis preguntas”, narró en otro documento.
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Pero Kelley no solo determinó la sanidad mental de Goering, sino que se aseguró de que no muriera en prisión a causa de su sobrepeso -superaba los 120 kilos- y de su adicción a la codeína.
Y, por eso, no solo convenció al líder nazi de someterse a una dieta, sino que le redujo paulatinamente la dosis de drogas que consumía para lidiar con el dolor por las heridas que había sufrido en la Primera Guerra Mundial.
El vínculo que forjó con su paciente llevó al psiquiatra a “cruzar líneas rojas” que dañaron su reputación de por vida, asevera El-Hai.
“Kelley aceptó fungir de correo y llevarle cartas escritas por Goering a su esposa, Emmy. Esto no fue autorizado por el tribunal ni por ningún gobierno aliado, pero él accedió a hacerlo”, asegura el periodista.
Sin embargo, hubo otra prueba aún mayor de la confianza que el otrora heredero de Hitler llegó a depositar en el psiquiatra.
“Goering le pidió a Kelley que, en caso de que él o su esposa no sobrevivieran, adoptara a su hija y la criara en EE.UU. Kelley discutió la idea con su esposa, quien se opuso”, asegura el biógrafo del médico.
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Temor por lo que encontró
Al inicio de sus investigaciones, Kelley creía que los jerarcas nazis se habían contagiado con “un virus” o una enfermedad que los había hecho planificar y ordenar las atrocidades por las que iban a ser enjuiciados, dice El Hai.
“Pero, tras concluir que los jerarcas nazis no estaban mentalmente enfermos y que su comportamiento estaba dentro del rango de lo normal —lo cual no significa que fuera bueno, sino que no podía atribuirse a una enfermedad psiquiátrica—, Kelley se aterró”, afirma su biógrafo.
“Este hallazgo implicaba había muchas personas como ellos (los líderes nazis) entre nosotros, en cualquier país y en cualquier época”, agrega.
“Básicamente eran personas normales, influidas por la mendacidad y la burocracia. Criaturas moldeadas por su entorno, individuos que podían encontrarse detrás de grandes escritorios en cualquier parte del mundo”, determinó Kelley, según el libro “Anatomía de la maldad: el enigma de los criminales de guerra”, del psiquiatra estadounidense Joel Dimmesdale.
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Así, al volver a EE.UU. en 1946, el psiquiatra dictó una serie de conferencias y escribió artículos en los que advertía sobre los riesgos de que el fascismo también pudiera llegar al poder en ese país, como lo hizo antes en Alemania, Italia y otras naciones europeas.
“En ese momento, muchos Estados estaban gobernados por políticos que defendían la segregación racial y usaban técnicas similares a las de los nazis para manipular a sus votantes”, señala El-Hai.
Y como si lo anterior no fuera suficiente, Kelley también decidió iniciar un nuevo ciclo profesional.
“El tiempo que pasó con los nazis cambió la forma de pensar de Kelley sobre la naturaleza de las enfermedades mentales y sobre si la psiquiatría era una especialidad viable para tratar a personas como estos criminales. Y concluyó que no lo era”, dice El-Hai.
“Si estas personas eran normales, ¿cómo podía la psiquiatría explicar lo que habían hecho? Por eso, en los últimos años de su vida, se dedicó a la criminología, pensando que tal vez allí podría encontrar respuestas”, apunta.
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Copiando al paciente
La última evidencia de que su trato con los nazis, en especial con Goering, marcó a Kelley se produjo el 1 de enero de 1958.
Ese día el psiquiatra, quien luego de los juicios tuvo problemas con el alcohol y padeció de depresión, mantuvo una fuerte discusión con su esposa y, en un arrebato, tomó una cápsula de cianuro y la ingirió. Murió en el acto.
Doce años antes, el otrora sucesor de Hitler había puesto fin a su vida de la misma manera. El líder nazi se suicidó apenas horas antes de que se concretara su sentencia a morir en la horca, a la cual lo condenó el Tribunal Internacional Militar tras declararlo culpable de los delitos de conspiración contra la paz, y de crímenes de agresión, de guerra y contra la humanidad.
“El suicidio de Goering fue su último acto de desafío y creo que el de Kelley también lo fue”, dice El-Hai, quien aseguró que en los documentos que revisó no encontró nada que indicara que el psiquiatra pensara en matarse.
La coincidencia reforzó las sospechas de que Kelley le pasó al jerarca nazi la cápsula de veneno, algo que jamás pudo comprobarse.

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Cortesía de BBC Noticias
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