Reforma hídrica: rectoría del Estado y riesgo de mayores costos

La iniciativa de reforma hídrica presentada por la presidenta Claudia Sheinbaum el pasado mes de octubre pretende poner fin a la mercantilización del agua y recuperar la rectoría del Estado. Su narrativa busca conciliar el derecho humano al agua con un cambio en el orden del uso del recurso. Sin embargo, el texto de la iniciativa —que expide la nueva Ley General de Aguas y reforma la Ley de Aguas Nacionales— ha provocado un consenso inusual: a nadie parece complacer. Empresarios, agricultores, municipios y organizaciones sociales la ven como un cambio de alto costo y confusos incentivos económicos.

El proyecto se articula sobre dos ejes. El primero, la Ley General de Aguas, reglamentaria del artículo 4° constitucional, define al agua como derecho humano y promueve su acceso equitativo. El segundo, la reforma a la Ley de Aguas Nacionales, mantiene su base en el artículo 27, que considera al agua propiedad de la Nación, pero incorpora disposiciones que suprimen la transmisión, venta o herencia de concesiones, restringen prórrogas y crean nuevas sanciones penales y administrativas.

El discurso oficial es contundente: el agua dejará de ser una mercancía. En la práctica, sin embargo, la iniciativa impactará directamente en el sistema de precios del recurso, en la valoración de la tierra y en los costos de producción agrícola e industrial.

Al eliminar la transmisión de concesiones, el mercado de derechos de agua desaparece y con ello el valor patrimonial asociado a la disponibilidad hídrica de un predio. En México, donde buena parte del valor de la tierra agrícola depende del acceso al agua concesionada, la medida reducirá la plusvalía de esos activos y, con ella, la capacidad de los productores para ofrecer garantías en el crédito rural. En términos macroeconómicos, el resultado sería una contracción en la inversión agrícola y un incremento del riesgo financiero en el campo.

Además, la prohibición de transferir derechos entre particulares puede distorsionar la asignación eficiente del recurso. Sectores con alta productividad hídrica —como los agroexportadores tecnificados o la industria alimentaria— quedarían limitados por la falta de flexibilidad para adquirir volúmenes adicionales, mientras regiones con baja rentabilidad retendrían concesiones subutilizadas. Este tipo de rigidez ya ha demostrado su ineficiencia en economías como Sudáfrica, donde la eliminación de mercados del agua redujo la inversión privada y encareció los precios de los alimentos sin mejorar el acceso comunitario. Así lo evidencian los investigadores Nieuwoudt & Armitage (2004) en su estudio Water market transfers in South Africa: Two case studies, donde documentaron y demostraron que la inseguridad de derechos y las restricciones al comercio del agua redujeron en ese país el intercambio, desalentaron la inversión privada en tecnificación e impactaron en costos agrícolas que presionaron los precios finales de alimentos para la población.

Por otro lado, los efectos de la reforma hídrica que actualmente se encuentra en la Cámara de Diputados para su votación no se limitarían al sector agrícola. En los mercados urbanos e industriales, la restricción de concesiones afectará la disponibilidad de agua también para manufactura, construcción y energía, tres sectores que concentran un tercio del PIB. La eliminación de mecanismos de transmisión o reasignación entre usuarios privados reduce la flexibilidad del sistema productivo: una empresa que planea expandir una planta o construir un nuevo parque industrial no podría adquirir derechos adicionales mediante el mercado, sino que dependería de una asignación directa del Estado. Ese proceso no solo ralentiza decisiones de inversión, sino que introduce una capa de discrecionalidad que aumenta el riesgo regulatorio.

El agua no es un simple insumo. En industrias intensivas —alimentos, bebidas, química, minería, farmacéutica, energía eléctrica o construcción— su disponibilidad define la viabilidad de proyectos. Si las empresas no pueden garantizar abasto hídrico previsible a mediano plazo, el valor esperado de sus inversiones disminuye y, con él, su capacidad para obtener financiamiento competitivo, ya que los bancos y fondos de infraestructura ajustan automáticamente sus modelos de riesgo. Por lo que, mayor incertidumbre regulatoria significa mayor prima de riesgo, y eso se traduce en un aumento del costo de capital. En economías con alta competencia por flujos de inversión, ese diferencial basta para redirigir proyectos hacia entornos regulatorios donde la seguridad jurídica en torno al agua está garantizada.

El encarecimiento del capital y la menor disponibilidad de agua impactarían inevitablemente los precios de los bienes finales. En ausencia de mayores subsidios, los costos asociados al riesgo hídrico —como el almacenamiento, tratamiento o transporte del recurso— se trasladarán directamente al consumidor. La paradoja sería, entonces, que una reforma concebida para proteger un derecho humano podría encarecer productos básicos y reducir el poder adquisitivo de los hogares.

La iniciativa es ambiciosa y atractiva para la población, pero también es financieramente frágil para garantizar el suministro como derecho humano. Según el Consejo Nacional de Evaluación, menos del 60% de los hogares recibe agua continua. La Comisión Nacional del Agua (Conagua) enfrenta presupuestos decrecientes: 68 mil millones en 2023, 37 mil millones en 2025 y 36 mil millones para 2026. Pretender centralizar la supervisión, la reasignación de derechos y la fiscalización sin incrementar sustancialmente esos recursos es una apuesta riesgosa.

La nueva Ley General de Aguas impone a estados y municipios mayores responsabilidades sin otorgarles recursos proporcionales. Se les exige garantizar abasto continuo, tratamiento, monitoreo y participación ciudadana, pero con haciendas públicas limitadas y dependientes de transferencias federales. La federación mantiene la potestad de asignar y reasignar volúmenes mediante la Conagua, mientras los gobiernos locales enfrentan la presión política del cumplimiento. Este desbalance podría generar un vacío operativo: la federación concentra decisiones y control normativo, pero descarga el costo financiero en autoridades locales sin capacidades técnicas ni presupuestales suficientes.

Esta arquitectura amenaza la viabilidad fiscal del federalismo hídrico. Sin un fondo compensatorio ni un esquema de coordinación fiscal, los municipios tendrían que incrementar tarifas o endeudarse para cumplir con estándares de servicio, riesgo que se agravaría en zonas rurales o con baja recaudación. El control federal sobre concesiones y reasignaciones convierte al agua en un instrumento de poder político más que en un bien público eficiente. Al final, la centralización de decisiones y la descentralización de responsabilidades podría traducirse en un incremento preocupante en litigios, mayor ineficiencia en la gestión hídrica, y pérdida de confianza institucional en el manejo del recurso.

Algunos miembros del sector empresarial reconocen la necesidad de una nueva ley del agua, también le preocupa la creación de un Fondo de Reserva de Aguas Nacionales y la eliminación de la figura de transmisión y venta de concesiones para sustituir lo que se entiende como mercado regulado del agua por un mecanismo de reasignación discrecional por parte de la Conagua por el posible incremento de costos de cumplimiento y la incertidumbre regulatoria.

Por su parte, movimientos sociales como Agua para Tod@s y el Instituto Mexicano de Desarrollo Comunitario califican la reforma como una simulación, al considerar que mantiene el modelo de concesiones bajo nuevas denominaciones. Advierten que los Consejos de Cuenca podrían continuar dominados por grandes corporaciones y demandan una “Ley Ciudadana del Agua” que garantice voz y voto efectivos a pueblos indígenas y sistemas comunitarios. Además, señalan que se conserva la permisividad en materia de contaminación, al mantener el esquema de pago de derechos por contaminar, mecanismo que —afirman— ha contribuido a profundizar la crisis ambiental.

En el plano internacional, las mejores prácticas señalan que la solución no está en suprimir los mecanismos de mercado, sino en regularlos con criterios de sostenibilidad y equidad. La Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) recomienda modelos de “gobernanza por cuenca” con derechos transferibles bajo límites ecológicos, registro público de transacciones y supervisión independiente. El Banco Mundial, por su parte, promueve mercados del agua sujetos a auditorías, sistemas de medición confiables y tarifas que reflejen costos ambientales y sociales. Australia y España son ejemplos de cómo la participación privada puede coexistir con la rectoría pública, siempre que existan reglas transparentes y sanciones efectivas.

Bajo este marco, México parece avanzar hacia un modelo de mayor control desde la federación, sin asegurar el financiamiento ni la capacidad institucional de los gobiernos locales. El riesgo es que, sin un compromiso real con la transparencia, la eliminación del mercado no elimine la especulación, sino que la desplace al ámbito político, donde las negociaciones ocurrirían fuera del escrutinio público.

En el ámbito del comercio internacional, la reforma podría generar tensiones con el T-MEC. Las limitaciones a la transferencia de derechos de agua podrían interpretarse como restricciones al acceso a insumos esenciales para inversionistas extranjeros, lo que abriría la posibilidad de controversias en materia de inversión y trato nacional. La falta de certeza en la asignación del recurso también afectaría la seguridad jurídica de las cadenas de suministro, reduciendo el atractivo de México frente a socios como Estados Unidos y Canadá, donde prevalecen marcos regulatorios más predecibles.

La discusión, en el fondo, no es si el agua debe ser pública o privada. Es si el país puede construir un modelo de gobernanza eficiente, equitativo y financieramente sostenible. Prohibir el intercambio de derechos significa anular precios y distorsionar señales, los ingredientes que incentivan los mercados negros. El riesgo es que, en nombre de la soberanía hídrica, terminemos con un sistema más opaco, más caro y menos productivo.

México necesita una reforma hídrica. La prioridad debe ser fortalecer capacidades locales, profesionalizar a los organismos operadores y vincular precios, incentivos y derechos con metas de sostenibilidad, transparencia y mecanismos de rendición de cuentas. De ahí que las mesas de discusión que se han abierto para analizar la reforma, si se hacen correctamente, sean cruciales para legislar de manera adecuada para el país. En materia de agua, los errores se pagan con sequías, conflictos y pérdida de competitividad.

*La autora es Directora de Inteligencia Más y maestra en Gobierno y Políticas Públicas en la Universidad Panamericana.

Cortesía de El Economista



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