
Aunque la noción de que la salud depende de condiciones sociales puede resultar obvia para muchos, esta idea tiene una larga y complicada historia, un camino plagado de disputas conceptuales. Lo que hoy llamamos “determinantes sociales de la salud” no es producto de un descubrimiento reciente, sino el resultado de un proceso en el que distintas tradiciones dentro de la salud pública intentaron responder a una pregunta insistente: ¿por qué unas poblaciones enferman y mueren más que otras?
En la entrega anterior, vimos cómo el lenguaje contemporáneo de los determinantes sociales amplió el mapa explicativo sin transformar la lógica que ordena la salud pública. Aquí retomamos ese punto, pero avanzamos en otra dirección: reconstruir la genealogía de este concepto, explicar por qué una alternativa más profunda —la determinación social— no logró convertirse en paradigma dominante y esbozar el horizonte de una salud pública capaz de pensar la vida desde la relación y no solo desde la causalidad fragmentada.
Para entender el presente es necesario volver al siglo XIX, cuando los higienistas ingleses enfrentaban los estragos sanitarios de la industrialización. Edwin Chadwick documentó cómo las condiciones laborales y el hacinamiento urbano producían patrones de enfermedad claramente diferenciados entre clases sociales. William Farr, con su trabajo estadístico, evidenció que la mortalidad no era azarosa, sino sistemática y profundamente desigual. Los higienistas fueron pioneros en vincular enfermedad y condiciones sociales, pero su enfoque tenía límites claros. Aunque identificaban desigualdades, lo hacían desde el pensamiento moral victoriano: la pobreza era un problema social, y una amenaza para la salud del resto. Su mirada buscaba intervenir en entornos, pero no cuestionar el orden que los generaba. Aun así, sentaron las bases para que la salud pública dejara de mirar exclusivamente al individuo y comenzara a considerar la vida colectiva.
Un siglo más tarde, la salud pública internacional retomó esa intuición higienista en lo que hoy llamamos “determinantes sociales de la salud”. Informes de gobierno, comisiones sobre desigualdades y modelos de círculos concéntricos con factores biológicos, conductuales y estructurales convirtieron las viejas preocupaciones por las condiciones de vida en un lenguaje técnico globalmente aceptado. Ofrecieron una forma estandarizada de nombrar la relación entre sociedad y enfermedad sin alterar la episteme: la salud seguía concibiéndose como resultado de fuerzas externas cuantificables
Esta narrativa expandió considerablemente el panorama explicativo, pero no alteró la estructura de pensamiento que concibe la salud como resultado de fuerzas externas cuantificables. Los determinantes sociales heredaron del higienismo su sentido descriptivo y su confianza en la medición, sin cuestionar la lógica causal que sitúa al individuo como receptor pasivo de impactos ambientales o sociales. Su virtud fue ampliar el mapa; su límite, no cambiar la episteme.
En paralelo, surgió en América Latina una tradición distinta: la determinación social de la enfermedad. A diferencia de los determinantes, la determinación no buscaba listar condiciones, sino comprender procesos históricos que configuran cuerpos y poblaciones. Aquí se produjo una ruptura conceptual de otro orden.
La determinación social, impulsada por la medicina social latinoamericana, partía de una premisa radical: la enfermedad no se explica mediante factores, sino mediante procesos sociales múltiples y articulados. Como ha planteado Jaime Breilh, se trata de entender cómo las estructuras económicas, las relaciones de poder y las formas de organizar la economía y el trabajo generan formas específicas de vivir, enfermar y morir (Breilh, 2013).
Tres rupturas distinguen a la determinación social:
- Ontológica: no hay separación tajante entre lo biológico y lo social; el cuerpo es territorio donde se inscribe la historia.
- Causal: se pasa de causas lineales a procesos complejos que se determinan entre sí.
- Política: la enfermedad deja de ser un simple “impacto” y se convierte en expresión del orden social.
La determinación social no ampliaba el mapa: cambiaba el paradigma. Introducía una forma distinta de imaginar la salud pública, integrando dialécticamente estructura, territorio, historia y cuerpo. La pregunta entonces es ¿por qué una ruptura de este calibre no logró convertirse en marco dominante?
Una primera respuesta es técnica. La salud pública contemporánea se organiza alrededor de un régimen de evidencia que depende de mediciones estandarizadas. Lo que no puede cuantificarse difícilmente se convierte en política o recomendación internacional. Los determinantes sociales prosperaron porque podían transformarse en series de tiempo, gradientes y modelos: eran traducibles a gráficos y tablas. La determinación social, en cambio, formulaba procesos históricos sin producir herramientas cuantitativas estables que permitieran integrarla al dispositivo estadístico global. No generó indicadores transversales ni algoritmos comparables. Su potencia explicativa no pudo convertirse en instrumento de gobernanza sanitaria. La ciencia del control necesita métricas; la determinación social ofrecía comprensión profunda, pero no artefactos de medición capaces de reorganizar el sistema.
La segunda respuesta es política. La determinación social emergió en diálogo con el materialismo histórico y con críticas explícitas al modelo dominante. Esa vinculación la volvió ideológicamente marcada ante organismos multilaterales que buscaban una neutralidad técnica, al menos en apariencia. Los determinantes sociales, en contraste, ofrecían un lenguaje que permitía hablar de desigualdad sin señalar responsables, y proponer intervenciones administrativas sin cuestionar la estructura que producía esa desigualdad. Lo gobernable se volvió hegemónico; lo crítico, marginal.
Hacia una salud pública de la complejidad
La genealogía muestra que el problema no fue la validez de la determinación social, sino su incompatibilidad con el régimen institucional que organiza la salud pública mundial. Su potencia crítica no encontraba lugar en un sistema que privilegia categorías administrables por encima de interpretaciones estructurales.
Pero hay un punto más incómodo. A pesar de su audacia conceptual, la determinación social tampoco logró resolver un vacío epistémico de fondo. Aunque comprendía los procesos que producen enfermedad, la salud seguía apareciendo, en gran medida, como contraparte de esos procesos de explotación social o deterioro. En ambos enfoques —determinantes y determinación— la salud queda fijada como “efecto”: negativo en el primero, dialéctico en el segundo, pero casi nunca como algo que se construye y se sostiene en el tiempo.
Ahí es donde la genealogía abre un espacio fértil. Más que elegir entre determinantes o determinación social, el desafío actual consiste en recuperar la capacidad de pensar la salud como proceso vivo antes que como resultado. No se trata de inventar una nueva etiqueta, sino de cambiar de plano: pasar de factores y estructuras estáticas a relaciones que dan forma a la salud; de indicadores de daño a capacidades que se sostienen; y dejar de pensar solo en cadenas de causa y efecto para comprender entramados de relaciones que producen formas de organizar la vida.
En este horizonte, medir sigue siendo necesario, pero cambia la pregunta: ¿qué relaciones estamos midiendo? ¿Qué tramas de vida hacemos visibles y cuáles seguimos ignorando? Pensar la salud desde la complejidad implica dejar de imaginarla como simple ausencia de enfermedad y asumirla como propiedad emergente de sistemas vivos en interacción. Como plantea Carlos Maldonado, se trata de poder pensar la salud —y no solo la enfermedad— en el marco de las revoluciones científicas actuales, donde la vida y la salud pueden entenderse también como información en movimiento (Maldonado, 2018).
La historia incompleta de higienistas, determinantes y determinación no es un fracaso, sino un recordatorio. Los higienistas intuyeron que la salud dependía de la organización social. Los determinantes sociales tradujeron esa intuición a un lenguaje global y medible. La determinación social mostró que la enfermedad es expresión histórica y política. Lo que falta, todavía, es una salud pública capaz de asumir la complejidad de la vida que quiere cuidar: una salud pública de la relación, no solo de la causa; de las tramas, no solo de los factores. La salud pública no necesita otro adjetivo; necesita otra forma de observar la realidad que pretende transformar.
Referencias Recomendadas
- Breilh, J. (2013). La determinación social de la salud y la epidemiología crítica. Buenos Aires: Lugar Editorial.
- Maldonado, C. E. (2018). Complejidad y salud pública. Marcos, problemas, referencias. Revista Salud Bosque, 8(2), 83–96. https://doi.org/10.18270/rsb.v8i1.2497
*El autor es profesor Titular del Dpto. de Salud Pública, Facultad de Medicina, UNAM y Profesor Emérito del Dpto. de Ciencias de la Medición de la Salud, Universidad de Washington.
Las opiniones vertidas en este artículo no representan la posición de las instituciones en donde trabaja el autor. [email protected]; [email protected]; @DrRafaelLozano
Cortesía de El Economista
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