Roma eterna: las obras públicas que hicieron grande al Imperio romano

Menos dados a elucubraciones que los griegos y muy prácticos, los descendientes de Rómulo y Remo tomaron el relevo solo en las partes del legado heleno que más les interesaban. El pensamiento, las ciencias abstractas –aritmética, geometría y demás– e incluso la religión ya estaban bien como estaban, y más o menos así quedarían cuando la era romana tocó a su fin. 

Lo que sí necesitaba un empuje eran los asuntos de infraestructura física, todas esas obras públicas en las que los helenos habían tenido buenas iniciativas que se quedaron flotando en la comodidad de aulas y tertulias y, sin duda, también en la que proporcionaba la mano de obra esclava. Además, y aparte de las ínfulas de Alejandro Magno, lo de los griegos había sido más colonizar que conquistar, mientras que los romanos iban a por todas, a por la Roma aeterna, imperio omnipotente y omnipresente. ¿Y quién había ido de esa cuerda antes que ellos? Pues los persas, sobre todo, y también los egipcios. En ellos se fijarían para erigir el fuerte esqueleto de su poderío a base de piedras, hormigón y ladrillos. 

Abordaron así todas sus obras con un empeño muy inspirado: debían convencer y seducir a los conquistados en torno a la indiscutible superioridad romana, y tenían que hacer que fluyesen la comunicación y la organización, enfocadas ambas en los centros neurálgicos: las ciudades. Además, habrían de durar, por lo que las cantidades y pasos que resultaban de cálculos y proyecciones a menudo se duplicaban a la hora de construir. 

Calzadas de presentación

Sus famosos caminos empedrados eran la primera impronta de romanización y, en un principio, maravillaban a las gentes conquistadas. Claro que eso no impedía las revueltas contra la dura dominación. Abatidos los rebeldes, se incrementaba el número de esclavos y, tangencialmente, el estancamiento técnico: ¿para qué desarrollar más este u otro sistema si los miles de esclavos hacen el trabajo estupendamente y sin costes?

Es decir, los impetuosos romanos al fin cayeron en la misma indolencia que achacaron a los griegos. No obstante, los logros en funcionalidad y en dimensiones fueron enormes, y hoy resultan aún más apabullantes debido al largo parón –al menos de quince siglos– que, en casi todos los aspectos de la civilización europea, supusieron el fin de Roma y la llegada del cristianismo y de los bárbaros. 

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La Vía Apia, la primera gran calzada romana, conectó Roma con Capua desde el 312 a. C. Fuente: Wikimedia Commons / Paul Vlaar.

Visigodos o predicadores religiosos siguieron usando las calzadas romanas, algunas de las cuales continuarían siendo transitadas prácticamente hasta el siglo xx. En su trazado básico se marcaba la anchura de 2,5 metros; luego se cavaba un lecho de al menos un metro, en el que se depositaban grandes piedras y, sobre ellas, una capa de gravilla o polvo para facilitar el drenaje. Por encima se acoplaban las piedras aplanadas que eran el firme de la calzada, con rebajes laterales que funcionaban de canalización para la lluvia. La estabilización se conseguía arrojando cal, y de la plena compactación se encargaban el tiempo y los factores climáticos. 

Tales elementos fijarían los casi 100 000 kilómetros de calzadas principales que, de Britania a Persia, llegó a tener el imperio en su apogeo, señalizadas todas con sus característicos mojones o miliarios. Por delante, la Vía Apia, la primera y más importante, construida en 312 a. C., cuyos 560 kilómetros unían Roma con Capua. Hacia el este partía la Vía Emilia, erigida en el 187 a. C., a través de 282 kilómetros que llegaban hasta la actual Rímini en una ruta que hoy sigue una moderna carretera. Como igual ocurre en España en torno a la Vía de la Plata, vínculo entre Asturica Augusta (Astorga) y Emerita Augusta (Mérida). La calzada hispánica más larga era la Vía Augusta, con sus casi 1500 kilómetros, que unían el sur de la Galia con Cádiz. 

Prodigiosos puentes

La continuidad de estas venas del imperio no hubiera sido posible sin el levantamiento de puentes, que en un principio eran sus famosos pontones de madera, tan eficientes en las lides bélicas. Pero luego había que implantarse, y entonces era el turno de la piedra y de un calculado proceso. Elegido el mejor vado, se procedía a levantar los cimientos, para lo que se desviaba la corriente con ataguías y se colocaban grandes bloques pétreos que, movidos por grúas sostenidas por esclavos, formaban a veces tajamares para mitigar el golpe de la corriente.

El interior se rellenaba con mortero cementado con puzolana, y así se elevaban los pilares enlazados por arcos de medio punto, que construían ayudándose de un tablazón. Un sistema muy concienzudo que ha hecho que muchos de sus puentes sigan en pie e incluso en servicio en la actualidad. Ahí continúan airosos los de Sant’Angelo y Milvio en la misma Roma, el de Tréveris en Alemania o los de Alcántara y Córdoba en España. 

Calzadas y puentes aseguraban la llegada a las urbes, generalmente con un trazado de damero que dividía las casas en manzanas o insulae, en torno a dos vías más anchas principales: el cardo (norte-sur) y el decumano (este-oeste). Alrededor del cruce de ambas se disponían el foro y los principales edificios públicos. En las mayores urbes romanas había incluso edificios de varios pisos –hasta siete u ocho–, con varias casas en cada uno, en los barrios más humildes. Levantadas en ladrillo y a menudo con muy mala calidad, eran frecuentes los hundimientos y otros desastres. En su planta baja tenían tiendas y talleres, eran objeto de una especulación muy similar a la actual, y de ellas han quedado restos en Roma y en Ostia.

En el polo opuesto y en la cima de la calidad ingenieril, estaban los edificios públicos, ya fueran templos, teatros, anfiteatros o circos, en los que la Roma aeterna proyectó su orgullo y esencia. Eran instrumento inestimable de estabilidad social y simbolismo: su construcción ratificaba y engrandecía el poder de emperadores y patricios de alto rango. Las mejoras que en esta arquitectura a lo grande aportaron los romanos superaron la herencia griega, debido a elementos tan eficientes como el arco de medio punto, que no inventaron pero sí perfeccionaron al lograr realizarlo segmentado y no en una sola pieza, como se hizo hasta entonces. 

Esta sabia solución dispersaba el peso soportado, lo que permitió diversificar el diseño arquitectónico, dando resultados como la cúpula, algo así como un gran arco segmentado en tres dimensiones. Este invento haría posible que, por primera vez en la historia, el interior de las grandes construcciones pudiera ser hueco y no lleno de columnas, como sucedía en Grecia o Egipto. Testimonio vivo y sobrecogedor es el Panteón de Agripa, realizado en tiempos del emperador Adriano, en el 126 d. C., cuya impresionante cúpula mide 43,44 metros de diámetro. 

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El Coliseo, símbolo de la Roma imperial, albergó espectáculos con innovaciones únicas. Fuente: Wikimedia Commons.

¡Que no cese el espectáculo!

La sucesión de arcos segmentados que hizo posible la cúpula también permitió dotar de bóvedas a teatros y anfiteatros en sus espacios interiores y en sucesivas plantas, asegurando así las gradas y pasillos donde tantos espectadores se sentaban o circulaban. Ese arco de medio punto hizo asimismo posible la altura de las fachadas de estas deslumbrantes edificaciones. Por delante, el Coliseo de Roma, levantado a finales del siglo i d. C., con sus ocurrentes soluciones para agilizar los espectáculos: la plataforma adaptable que cubría la arena, el drenaje que hizo posible las naumaquias o representaciones de batallas navales, los montacargas de poleas que permitían la súbita aparición de gladiadores o animales, el velario o cubierta de velas desplegable –también mediante poleas– que propiciaba sombra a las gradas… 

Imaginar estos lugares en su apogeo, en pleno espectáculo y a tope de vibrante audiencia, ensalza su prodigiosa ingeniería. Conmovedores resultan los restos de anfiteatros tan impresionantes como los de Pozzuoli, Verona, Nimes, El Djem (Túnez) y Pula (Croacia). Como también ocurre con los teatros de Bosra (Siria), Orange (Francia) o Mérida, siempre con sus admirables cálculos para la acústica. Algo que también se tuvo en cuenta –junto a la visibilidad– en los circos, como el Máximo de Roma y el de Tarraco. 

Los espectáculos realizados en estas grandiosas construcciones precisaban un buen fluir del agua, que no faltaba gracias a la infraestructura que en este asunto puso a los romanos por delante de anteriores civilizaciones. De nuevo, la fórmula del arco segmentado fue esencial para que airosos y bellos acueductos salvasen las irregularidades del terreno. La leve y constante inclinación empujaba el agua desde manantiales y embalses y, una vez traspasadas las murallas de la ciudad, se repartía en distintos depósitos, desde donde llegaba a fuentes, baños y edificios públicos y ricas casas patricias. Los últimos tramos llevaban el agua a las serrerías, donde su fuerza ayudaba a mover las ruedas que deshacían los detritos. 

La ciudad de Roma llegó a tener 507 kilómetros de acueductos y, como otros muchos, seguirían cumpliendo su función incluso mil años después, ya que este sistema, evidente y admirable en Pompeya, no sería superado hasta el siglo xix. El de Segovia o el Pont du Gard en Francia son ejemplos vivos y muy vistosos de este gran logro romano. Como lo fueron igualmente las termas, tanto en su dimensión tecnológica como social, en cuanto favorecedoras de la higiene personal generalizada. Algo que Europa no recuperaría hasta bien entrado el siglo xx, como así pasó con la buena costumbre de dotar a las poblaciones romanas de alcantarillado y de baños públicos. 

Acueducto de Segovia
El acueducto de Segovia, legado vivo del sistema hidráulico romano. Fuente: Wikimedia Commons / José Manuel.

Pulcritud ante todo

El agua limpiadora corría por debajo de los retretes en hilera, algo que sorprende desde los actuales pudores, y desembocaba en unas cloacas que en un principio eran exteriores, aunque pronto tuvieron que surcar el subsuelo de las ciudades. En Roma, la principal fue la cloaca Máxima, donde destacan sus túneles abovedados. Hay que imaginar el olor y el aspecto del río Tíber, dado que era el desagüe final. Claro que poco importaba, pues el agua limpia ya la propiciaban los acueductos. 

Muy cuidada era la que llegaba a las termas, herencia griega evolucionada hacia la popularidad y también la sofisticación. Comprendían la palestra o patio central, tiendas de comida y bebida, vestuarios masculinos y femeninos, gimnasio, caldarium o baño caliente, frigidarium o baño frío y tepidarium o habitación tibia de preparación. Muy a menudo se hallaban sobre manantiales de aguas termales, cuyas virtudes curativas fueron muy apreciadas por los romanos. Cuando no era así, el sistema de calentamiento se basaba en el hipocausto, una red de túneles subterráneos que repartían el calor desde las fogatas hechas en bocanas. Los espacios huecos entre columnatas de ladrillo que sostenían el suelo se aprecian en las ruinas de las termas de Caracalla, inauguradas en el año 217 d. C.

Su esplendor se apagaría al ser prohibidas por los mandatarios cristianos, así como le sucedió a la pecaminosa higiene personal tan cotidiana entre los romanos. Sobreviviría la tecnología del hipocausto como forma de calentar viviendas en varias zonas de Europa hasta finales del siglo pasado. También se mantendrían durante largo tiempo las norias, a las que los romanos añadieron los recipientes alfareros, y los molinos, que ellos desarrollaron en su versión hidráulica. La fuerza del agua movería también las ruedas giratorias que extraían carbón y otros elementos en las minas, y las que procesaban la aleación de metales, cuya fórmula permanecería a lo largo de toda la Edad Media.

OBRAS DE INFRAESTRUCTURA HIDALGO

Cortesía de Muy Interesante



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