“Los novelistas empezamos de niños a escribir cosas horribles”, dijo Rosa Montero ante el público de Mil Jóvenes en la FIL Guadalajara, que la escuchó reflexionar sobre sus inicios y sobre la forma en que la imaginación marcó su vida desde la infancia. La escritora describió ese impulso temprano como un juego decisivo, asociado a la enfermedad que la obligó a convertirse en lectora constante. Desde ahí, explicó, comenzó un trayecto personal ligado a la literatura y a la comprensión de su propia mente.
Montero recordó que la niña de cinco años que enfermó de tuberculosis encontró en los libros un refugio. A ese periodo siguió la niña de seis años que creciera en la España de 1968, en plena dictadura de Franco. En ese entorno, dijo, las restricciones sociales, económicas y culturales marcaron su infancia. “Mi familia no tenía dinero, no teníamos libros en casa, no había bibliotecas”, explicó. Sus padres, señaló, no habían estudiado más allá de los diez años, aunque siempre respetaron la cultura. “No envidio nada de nadie. Lo único que he envidiado en mi vida es haber nacido en una familia con biblioteca”, agregó.

Ese contexto, sin embargo, no frenó su formación como lectora ni su relación con la imaginación. Tampoco la protegió de lo que sería un giro definitorio en su adolescencia. “Me dices 16 años y yo digo: ‘Zasca, mi primera crisis de pánico’”. Montero relató que las crisis comenzaron a los 16 y se extendieron hasta los 30. En el encuentro aseguró que este tipo de padecimientos están mucho más presentes de lo que suele reconocerse. “La Organización Mundial de la Salud dijo antes de la pandemia que el 25% de los seres humanos van a tener antes o después en su vida un trastorno mental. Yo ya lo he tenido”.
Para la autora, ese porcentaje subestima la realidad. Con base en otros datos que conoce, considera que la cifra está más cerca del 33%. Para describir la dimensión del problema pidió mirar a la audiencia y contar una de cada cuatro personas. “Cuánta gente va a tener o ha tenido o tiene un trastorno mental”. Siguiendo su razonamiento, se trata de un fenómeno que forma parte de la vida humana y que, de una u otra forma, toca a familias enteras. “O lo vas a tener en tu vida o lo va a tener alguien muy cercano”.
Montero habló también de la necesidad de desestigmatizar estos padecimientos, sobre todo en contextos donde ni siquiera existía un lenguaje para nombrarlos. En su época, dijo, nadie la llevó a un psiquiatra, así que vivió todas sus crisis sin apoyo médico. “Viva la química cuando se necesita”, dijo entre risas, para subrayar la importancia de los tratamientos que hoy existen.
Las crisis de pánico incidieron de manera directa en sus decisiones académicas. Su intención inicial era estudiar periodismo, pues le interesaba escribir, pero el primer ataque la llevó a inclinarse también hacia la psicología, con la intención de entender lo que le ocurría. “Creo que estudian psicología el 98% de los psicólogos porque piensan que están chiflados”, afirmó. Ingresó a la Universidad Complutense de Madrid, pero abandonó la carrera en cuarto año, una vez que obtuvo herramientas para identificar las causas de sus síntomas.

Desde entonces, la imaginación se volvió una aliada ambivalente. Ante la pregunta sobre si este recurso ha sido útil para enfrentar las crisis de la vida, tanto las de la adolescencia como las de la edad adulta, reconoció su complejidad: “¿Qué hacemos con la imaginación? La imaginación se puede volver contra ti también”. Aun así, sostuvo que quienes leen con constancia o se dedican a oficios creativos suelen tener un vínculo más estrecho con ella, incluso cuando resulta difícil de manejar.
En su análisis incluyó a todas las personas que leen porque lo necesitan para sostenerse emocionalmente. Para Montero, esa relación no es exclusiva de quienes publican libros o ejercen profesiones artísticas, sino de una parte de la población que procesa el mundo a través de la creación o la lectura. La imaginación, en su experiencia, ha tejido tanto caminos de salida como momentos de confusión; sin embargo, afirmó que representa una herramienta fundamental para quienes buscan comprenderse.
La autora también aludió a la desigualdad de acceso a los libros en su infancia y cómo eso moldeó su recorrido. Crecer sin bibliotecas ni recursos, explicó, no define una vocación, pero sí influye en la forma de construirla. Para ella, llegar tarde a la lectura no fue un impedimento, sino un punto de partida que con el tiempo pudo transformar.
Al hablar del sistema educativo y de la falta de recursos, enfatizó que la cultura puede abrirse camino incluso en entornos restrictivos. Los libros que no tuvo en casa fueron sustituidos más tarde por una búsqueda personal insistente. Esa trayectoria se intensificó durante sus crisis de pánico, que la condujeron a la psicología no por vocación profesional, sino por necesidad. “Cuando ya supe lo que me pasaba, dejé la carrera”, dijo. El estudio le permitió nombrar, aunque no eliminar, la experiencia de los ataques.
En su intervención también explicó cómo la imaginación puede actuar como un doble filo. Aun así, no reniega de ella: es el espacio donde se forjan sus historias y el mismo donde se amplifican temores. Esa dualidad, comentó, es parte del oficio y también del temperamento de quienes leen y escriben como forma de vida.

YC
Cortesía de El Informador
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