En el norte de la Ciudad de México hay un lugar “que posee lo negro”, el pueblo de San Juan Tlihuaca, en Azcapotzalco. También le llaman “lugar de brujos” y ahí, entre cantos y rezos, cada 1 de noviembre una procesión avanza por las calles donde antes hubo caminos de terracería y hoy abundan las avenidas asfaltadas; algunas fachadas centenarias y muros de adobe quedan del aspecto rural que un día tuvo este pueblo originario.
Con el permiso de las familias, la procesión entra a las casas a orar por los difuntos de ese hogar, por todos, pero en especial por unos que aún no encuentran el camino a la luz: las ánimas del purgatorio. Por eso, a quienes encabezan este peregrinar se les llama animeros; en días de conmemorar a los muertos, ellos se encargan de mantener vivo uno de los ritos más emblemáticos del Día de Muertos en el norte de la capital del país.
“El animero es el guía de ánimas, es el que con su canto y su rezo, su rosario y su luz va guiando a las almas a su destino”, así describe a este personaje popular Ana María Picazo Sánchez, originaria de San Juan Tlihuaca y una de las organizadoras de la procesión que cada año parte del panteón del pueblo para cumplir con su encomienda de rezar por las ánimas del purgatorio.
En esta tradición participan todos, pero hay roles bien definidos. Ataviados con ropa tradicional, algunos con sombrero y gabán, hay animeros que encabezan la procesión, los distingue la imagen de la “ánima bendita del purgatorio” o “ánima sola” que portan junto con un rosario; otros llevan un ayate y se les conoce como ayateros; algunos más, los carretoneros, empujan triciclos. No pueden faltar el campanero y el cohetero. Cada uno cumple con una labor y todos articulan un engranaje que hace funcionar este ritual.
El punto de partida es el panteón del pueblo de San Juan Tlihuaca, en el cruce de Román Álvarez Moreno y Federico Gamboa. Al atardecer, el grupo de animeros y decenas de adultos y niños que se unen a la procesión parten del camposanto; una campana y cohetes anuncian su paso por las calles, que para esa hora lucen los tonos dorados típicos del otoño.

Peregrinar entre rezos, cohetes y campanas
Los animeros avanzan por una ruta que días antes trazaron. En la memoria llevan las casas donde serán recibidos, y los nombres y apellidos de las familias que les abrirán las puertas. Acompañan su caminar con un canto que es su oración principal:
Salgan, salgan, salgan ánimas en pena,
que el rosario santo rompa sus cadenas.
Al llegar a una vivienda, la familia abre las puertas a los animeros; ellos entran y se distribuyen frente a la ofrenda. Ahí, frente a los retratos de los difuntos, los panes de muerto, las frutas y todos los elementos que aseguran el regreso de las almas a sus antiguos hogares, los animeros rezan padrenuestros y avemarías en favor de las ánimas del purgatorio de esa casa.
“Nuestro rosario es nuestra arma más poderosa y nuestro rezo, con ellos vamos guiando a las ánimas a donde las van a recibir, que es su casa. Llegamos a su altar para que se purifique el ambiente y vengan entrando las ánimas donde las espera la familia”, explica Ana Picazo.
En agradecimiento, las familias entregan a los animeros una aportación para la ofrenda comunal: flores, frutas, veladoras, panes o alimentos preparados; los ayateros son los encargados de recibir estas ofrendas y depositarlas en los triciclos que los carretoneros van empujando todo el camino.
Al salir de la casa, los animeros se despiden y agradecen a las familias por la hospitalidad; el campanero hace sonar su instrumento, el cohetero, siempre con cigarro en mano, lanza un petardo y la procesión se retira cantando:
Salgan, salgan, salgan ánimas en pena,
que el rosario santo rompa sus cadenas.

Una ofrenda compartida con el pueblo
El rito se repite en cada una de las casas que los animeros visitan, y que pueden llegar a ser más de 50. En la noche, cuando el grupo sale de la última vivienda, la procesión camina de regreso al panteón del pueblo, donde ya la esperan las familias de los difuntos que ahí están sepultados. Cada tumba luce adornada con flores, rehiletes, fotos y veladores; ninguna es igual a otra, pero todas logran una armonía que solo se ve una vez cada año.
Los carretoneros llevan los triciclos cargados de ofrendas hasta el altar principal del cementerio, ahí descargan todo lo que las familias aportaron y lo acomodan en la ofrenda comunal, rebosante de fruta, pan, dulces y veladoras. No faltan los adornos típicos de la temporada, tampoco una figura que es el símbolo principal de todo el ritual, un busto que representa al “ánima sola“, con sus cadenas a la espera de ser rotas para ir hacia la luz.
Cuando los ayateros terminan de descargar los triciclos, un grupo de concheros realiza una danza con música prehispánica, luego se celebra una misa y se reza un rosario en honor de los difuntos del pueblo y de las ánimas del purgatorio. En ese momento, las luces del panteón se apagan y el camposanto queda iluminado por el mar naranja las llamas de las veladoras que el viento frío de la noche hace ondear, en una alumbrada que dura hasta el amanecer del 2 de noviembre.
Por la mañana, la ofrenda reunida en el altar principal del panteón se reparte entre los vecinos del pueblo; poco a poco, las tumbas comienzan a limpiarse y los vecinos vuelven a sus hogares con la esperanza de que las almas de sus seres queridos regresen el próximo año, y que aquellas que aguardaban en el purgatorio hayan encontrado su camino hacia la luz con ayuda de los rezos de los animeros.

Tradición al cuidado de las mujeres
La tradición de los animeros de San Juan Tlihuaca tiene un aire tan místico como el nombre del pueblo originario que la alberga. “Tlihuaca” proviene del náhuatl, que significa “lugar que posee lo negro”, en referencia a su fama por los indígenas que ahí practicaban la medicina natural y herbolaria, y que fueron considerados brujos por los españoles en los primeros años de la época novohispana. Por esta razón también se le conoce como “lugar de brujos”.
A diferencia de otros ritos más documentados, como los de los pueblos del sur de la Ciudad de México, que destacan por poner el foco en recordar a los difuntos, guiar su camino de regreso con flores y veladoras, y honrarlos con ofrendas llenas de simbolismos, el de los animeros congrega a los vecinos del pueblo en una dinámica de reciprocidad, en la que los rezos y la ofrenda inician y concluyen en el panteón vecinal. Todos pueden participar y todos conviven con un fin: ayudar a las ánimas a salir del purgatorio.
La procesión de los animeros de San Juan Tlihuaca, al igual que otras tradiciones del Día de Muertos que conjuntan elementos de prehispánicos y católicos, tiene sus orígenes en las primeras décadas de la Nueva España, cuando a mediados del siglo XVI, el beato Sebastián de Aparicio inició en Azcapotzalco el culto a la muerte con esas características.
Con el paso de los años, esta tradición ha modificado algunos aspectos, como el uso de triciclos en lugar de un carretón para facilitar el traslado de las ofrendas; nuevos cantos que se incorporaron a los rezos y la propia organización del ritual, que por mucho tiempo estuvo en manos de varones y hoy está a cargo de mujeres.
“Anteriormente salían hombres del pueblo, caminaban de noche, se congregaban ellos en la parroquia, pasaban por sus ofrendas, les daban ceras y ya las mujeres los esperaban con atolito; eran hombres la mayoría, pero hoy la mayoría somos mujeres, quienes hemos dado continuidad y hemos guiado este proyecto. Somos amas de casa, entonces nos damos nuestro tiempo por amor a la tradición, por la responsabilidad que ya tenemos, a la que nosotras mismas nos comprometimos y hasta la fecha estamos cumpliendo”, explica Raquel Picazo, una de las organizadoras de la procesión de los animeros.

Nuevas generaciones preservan el rito
Aunque los animeros son personajes clave en la identidad del pueblo de San Juan Tlihuaca, han habido momentos en los que la procesión dejó de realizarse. Nuevas generaciones la retomaron y hasta el día de hoy la realizan con entusiasmo. Para asegurarse de que el ritual permanezca, se ha procurado la participación activa de los niños; para ellos, se organiza una procesión especial el día 31 de octubre, con una ruta bien definida y adaptada para que la puedan recorrer sin contratiempos, acompañados de sus padres, y en la que replican los roles y las actividades de los animeros adultos.
“En casa montamos la ofrenda y la tenemos lista al mediodía del día 31 de octubre, cuando inicia el recorrido de los niños. Primero pasan ellos, les damos dulces, la tradición marca que las familias que somos visitadas debemos dar un tributo de nuestra ofrenda para que se lleve al panteón vecinal. A los niños les damos dulces, y cuando pasa el recorrido de los animeros adultos, les damos fruta”, explica Elizabeth Avilés Alguera, vecina de San Juan Tlihuaca.

Raquel Picazo asegura que cada vez son más los pequeños que se interesan en participar en la tradición de los animeros. “Hay niños que ya vienen a inscribirse solos, obviamente con sus padres, ya les gusta, les llama la atención porque nos ven pasar”.
La clave para preservar esta tradición, sostiene Elizabeth Avilés, se encuentra en cómo se le habla a las nuevas generaciones, pero también a los vecinos del pueblo para que se unan a esta tradición.
“El hecho de que cada año se sumen más personas para que los animeros puedan visitar sus casas y visiten sus ofrendas, también abre las puertas a que nos conozcan tanto dentro como fuera del pueblo de San Juan de Tlihuaca”, concluye.
Cortesía de El Heraldo de México
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