
“La reducción de la jornada laboral implica un aumento en los costos laborales, lo que puede afectar la competitividad de las empresas”; “es una preocupación real, reducir la jornada sin un aumento de la productividad puede generar problemas económicos para las empresas”.
Estas frases se escucharon en México durante los seis foros organizados por la Secretaría del Trabajo para discutir la reducción de la jornada laboral. Pero no son exclusivas de nuestro país, también fueron parte del debate en Chile, en 2019, y en Colombia, en 2021, cuando dichas naciones emprendieron procesos similares. Los argumentos se repiten, como si siguieran un guion transfronterizo.
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Después de casi dos semanas de mesas de diálogo, no cambió nada, pues las posiciones ya estaban marcadas y los planteamientos centrales ya eran conocidos. El gobierno reiteró que la reforma va. Los empresarios –sobre todo Coparmex y Concanaco– insistieron en que no están de acuerdo. Los sindicatos exigieron avanzar ya y los organismos internacionales respaldaron el cambio, con énfasis en la gradualidad y los esquemas diferenciados.
Más que nuevas ideas, los foros ofrecieron una puesta en escena de un debate que, en sus líneas generales, ya estaba escrito. Y que no sólo se ha visto en otros países, sino también en México con las recientes reformas para ampliar los días de vacaciones y la regulación del outsourcing. De hecho, se plantearon varios escenarios catastróficos similares a los de las discusiones de años anteriores.
La STPS logró reunir a varias docenas de ponentes de las cámaras empresariales, sindicatos, académicos, organismos internacionales. Hubo matices, sí, pero también una sensación persistente de déjà vu.
Como muestra, basta con revisar el resumen de las coincidencias que dejaron los foros: que no se toquen los salarios, gradualidad en la implementación, diferenciación sectorial, seguimiento a la productividad, diálogo social tripartito, enfoque de género y un esquema claro para el pago de las horas extra. Todos puntos razonables, pero que reafirman la realidad de que la discusión ya no es sobre principios, sino sobre implementación.
Porque si algo quedó claro en estos encuentros, les guste o no a los empresarios, es que la discusión ya no gira en torno a si debe reducirse la jornada laboral, sino a cómo diseñar su implementación. Claudia Sheinbaum lo fijó como compromiso tras rendir protesta como presidenta el 1 de octubre. Marath Bolaños, titular de la STPS, ha reiterado que el proceso será gradual, con particular atención al impacto por sectores y tamaños de empresa. La línea está trazada.
Del otro lado, el sector empresarial ha hecho oír sus advertencias, repitiendo argumentos que ya se escucharon en los parlamentos abiertos de 2023 y, antes, en experiencias internacionales, como aumento de costos, afectaciones a la productividad, riesgos de informalidad y de desempleo. Coparmex ha propuesto incluso un comité evaluador y una pausa antes de legislar. Concanaco-Servytur pidió abiertamente que se excluya al sector servicios. Pero ambas posiciones ya son conocidas y, salvo ajustes menores, han mostrado poco margen para el diálogo real.
Por su parte, los sindicatos presionan para que la reforma no se postergue más; quieren una gradualidad más corta, con una reducción de cuatro horas por año que concluya en 2027, en la mitad de tiempo de lo que tiene planeado el gobierno federal. Su argumento central es que millones de personas ya trabajan más de 48 horas semanales, muchas veces sin la remuneración ni el descanso que marca la ley.
La OIT, la Cepal y la OCDE han respaldado públicamente la reforma, con la condición de que sea responsable. Piden transiciones ordenadas, diálogo social genuino y políticas complementarias para las pequeñas y medianas empresas.
En el fondo, el mayor riesgo no está en reducir la jornada, está en que el proceso se diluya en tecnicismos, resistencias sectoriales o tiempos políticos. Hoy existe una decisión gubernamental clara, respaldo sindical y evidencia internacional. Ahora falta ver cómo se construirá la fórmula mexicana para responder a las inquietudes empresariales y que efectivamente no se termine afectando el empleo en el país y se logre la meta de dar más tiempo libre a los trabajadores.
La gran pregunta ya no es si vamos hacia las 40 horas, sino si sabremos hacerlo bien.
Cortesía de El Economista
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