En 2010, el filósofo colombiano Oscar Guardiola-Rivera (Bogotá, 1969) publicó un libro cuyo título sonaba casi a provocación: “Si Latinoamérica gobernase el mundo: cómo el sur controlará al norte en el siglo XXII”.
Entonces la región era muy distinta.
A México no había llegado la primera mujer presidenta de su historia, en Colombia jamás había gobernado la izquierda, Venezuela la lideraba Hugo Chávez y en Chile faltaban nueve años para el estallido social que se propagó por Sudamérica.
Mucho pasó en 15 años, incluida una pandemia, y viejos desafíos como la desigualdad, la violencia y la corrupción siguen castigando a la región.
Pero si algo no ha pasado -ni parece cerca-, es la idea de Guardiola-Rivera de que América Latina tiene mimbres suficientes para liderar al mundo o, al menos, tener mucho que decir en él.
Especialmente en este 2025 que arranca con un nuevo mandato de Donald Trump en la Casa Blanca, un presidente de discurso aislacionista que empuja a que los gobiernos regionales se planteen rumbos y alianzas, sobre todo después de que este fin de semana protagonizara una disputa diplomática y comercial con el presidente de Colombia, Gustavo Petro.
Esta conversación con Guardiola-Rivera, profesor de Derechos Humanos y Filosofía Política en la Universidad de Birkbeck en Londres, se produjo antes del conflicto entre Petro y Trump, y trata sobre el reto que supone el mandatario estadounidense para la región.
Guardiola-Rivera también es autor de otros libros y ensayos aclamados por la crítica internacional, como Story of a Death Foretold: The Coup Against Salvador Allende, September 11, 1973 (Historia de una muerte anunciada: el golpe contra Salvador Allende, 11 de septiembre de 1973).
La entrevista se enmarca en el Hay Cartagena 2025, el festival de literatura e ideas que cumple a fines de enero sus 20 años de celebración en esta ciudad del Caribe colombiano.
Una de tus teorías de liderazgo latinoamericano mundial se basaba en el creciente poder latino en EE.UU., pero entonces se asociaba sobre todo a los demócratas, no a los republicanos, y Trump consiguió 14 años después atraer a un gran apoyo latino.
Sí, una de las tesis del libro tenía que ver con la latinización de Estados Unidos.
En ese entonces apuntaba que dependía de si el Partido Demócrata mantenía la creciente demografía latina en su campo.
También apuntaba que, si no lo hacía, otras direcciones políticas podían hacerlo.
Cuando viví en Texas, ya intuí que alguna corriente podría anclarse al conservadurismo de los latinos.
Los latinos somos conservadores en general y eso podía utilizarse por iglesias y el Partido Republicano si los demócratas no prestaban atención.
Es exactamente lo que ocurrió. Mi hipótesis se cumplió, pero de manera invertida.
A pesar de la aparente retórica antilatina de Trump, si algo es cierto es que hay mucha inspiración en su movimiento de los hombres fuertes latinos de la política de EE.UU.
Ya en 2016 aposté por el triunfo de Trump.
Sucede que muchos confunden a EE.UU. con el este del país, pero el personaje de Trump resuena con fuerza en otras vastas partes que se identifican con él.
¿Esa adherencia de parte de los latinos a Trump, a pesar de que este promulgue discursos aparentemente antilatinoamericanos, puede tener que ver con una especie de resentimiento del latino al migrar, huyendo de conflictos, violencia, corrupción y falta de oportunidades en sus países?
Creo que resentimiento es un término con suficiente poder explicativo.
Mis primos migraron de Colombia a Miami. Son gente más bien de clase media-alta, pero hicieron malos negocios. Escapando de acreedores migraron a Miami.
En 2016 era muy clara su posición. Su expectativa en EE.UU. era identificarse con y vivir el sueño americano.
A pesar de que Trump mantenía un discurso antilatino, uno de mis primos tenía claro que votaría por él porque encarnaba el sueño americano y eso era lo que él quería ser.
Es un aspecto psicosocial que no ha sido atendido lo suficiente por quienes analizan cómo funcionan EE.UU. y las Américas.
Quienes venimos del sur global hemos estado desde pequeños fascinados por EE.UU. y el sueño americano.
Yo, por ejemplo, jamás podría llamarme antiestadounidense porque tengo familia que vive allí y me eduqué y aprendí inglés viendo películas de Hollywood y oyendo rock and roll estadounidense.
La predominancia de EE.UU. en América Latina no es una fuerza externa, una imposición. Hay algo más insidioso e interno. Es un aspecto mucho más importante a la hora de entender el ascenso de Trump en EE.UU. y su resonancia entre los latinos.
América Latina, un continente en su mayoría e históricamente dependiente de EE.UU., se encuentra ahora de nuevo con un presidente, Trump, más aislacionista. ¿Es esto una oportunidad o un problema?
Pienso que esto puede ser una oportunidad para el liderazgo de América Latina en el mundo.
El éxito que tuvo la marea rosa, el movimiento socialdemócrata que se expandió en la región a comienzos de siglo y que ahora parece resurgir, se debe a que la atención de EE.UU. ha estado enfocada en otras zonas como Medio Oriente o Ucrania.
Es un liderazgo parecido al tricontinentalismo de la década de los 60 y 70.
Fue una tendencia olvidada a finales de la Guerra Fría pero que fue muy importante en la segunda mitad del siglo XX.
Ese tricontinentalismo juntaba los intereses del sur global de Asia, África y Latinoamérica. Eso, hoy, son los BRICS+.
De hecho, uno podría argumentar que los BRICS son una reinvención del Movimiento de Países No Alineados de los 60 y 70, con un mayor énfasis en lo económico.
El liderazgo posible de América Latina ya se percibe, por ejemplo, en el protagonismo de Brasil en el interior de BRICS para temas económicos.
No es coincidencia que la expresidenta brasileña Dilma Rousseff sea hoy la presidenta del banco de desarrollo de los BRICS, la punta de lanza del proyecto económico que más interesa a China.
Hoy, en 2025, la influencia china en las Américas es mucho mayor que cuando Trump asumió su primer mandato en 2017.
China es el mayor socio comercial de países poderosos en América Latina con mucho peso mundial como Brasil y Argentina, lo que obliga a un anticomunista ferviente como Milei a no renunciar a negociar con los chinos.
Ese pragmatismo de los chinos ni siquiera está tan lejos de la lógica transaccional que Trump quiere aplicar.
¿Y qué hay de México? Amenazados por la subida de aranceles de Trump y país que también, en los últimos años, recibió mucha inversión china.
México, al contrario de Brasil, sigue teniendo a su principal socio comercial en Norteamérica.
Y tiene una ventaja económica sobre EE.UU: el déficit comercial entre ambos países es favorable a México.
Allí hay un tipo de liderazgo y una imbricación entre las economías de México y EE.UU. que ninguna tarifa puede transformar.
Como dicen varios analistas económicos, si Trump cumpliese su promesa de aumentarle tarifas a México al 20 o hasta el 60%, destruiría la economía de EE.UU.
Creo que veremos una negociación muy interesante entre México y EE.UU.
Claudia Sheinbaum, y este rol poderoso de mujeres, es muy importante en esta era de América Latina.
Sheinbaum responde a Trump con firmeza. Dice que están listos para renegociar el tratado de libre comercio en 2026, y lo dice porque no lo negociará desde una posición de debilidad.
Por supuesto, México sabe que tiene mucho que perder si Trump cumple sus amenazas, pero también sabe que las amenazas de subir tarifas son más retóricas que realistas por la profunda imbricación entre sus economías.
A México le cuesta quitarse la etiqueta del “eterno emergente” y de Brasil se decía que a estas alturas estaría por encima de las economías de Reino Unido y Francia y no lo está. Otros países emergentes, como Perú, están golpeados por una tremenda inestabilidad política.
¿Cómo la región puede despegar más con todos sus desafíos internos: desigualdad, educación, corrupción, seguridad?
El desafío más grande sigue siendo la desigualdad. Se expresa en lo económico y repercute en lo educativo y otros problemas. Sigue siendo el gran escollo para que se intensifique un destino mejor para la región.
Los países que mencionas son precisamente los mejores ejemplos de estas transiciones de las que estamos siendo testigos.
No se puede predecir el futuro, pero a pesar de los problemas de Perú, dice mucho que la mayor inversión china se haya destinado al puerto de Chancay, que es ya el puerto más importante al sur del Río Bravo (entre EE.UU. y México). Ya es capaz de recibir cargueros muchos mayores que puertos en Texas o California.
Esa apuesta millonaria de China en Perú, a pesar de su inestabilidad política, es muy reveladora.
Brasil, en efecto, logró superar a Reino Unido en la primera administración de Lula da Silva, pero se vio afectado durante la pandemia y la era Bolsonaro.
El reto ahora es volver a esa tendencia. No será fácil porque la sed por recursos naturales que impulsó ese primer cambio no es la misma.
Sin embargo, si se le compara con las tendencias de economías como la de Reino Unido en este momento, todo luce menos favorable a Reino Unido con respecto a Brasil.
Con Brasil, en cambio, su implicación con los proyectos de China en América puede ser la vía para recuperar la dirección que tenía en la primera era de Lula.
Si tuviera que apostar, mantengo que Brasil en menos de 10 años vuelve a superar a le economía británica, aunque también hay que tomar en cuenta los destinos de Colombia y Argentina.
Precisamente sobre Colombia quería hablar, porque en estos 15 años desde que escribiste el libro, firmó la paz con las FARC, eligió a su primer presidente de izquierdas, empezó a desmarcarse de su tradicional apego a la política exterior estadounidense y cada vez es más popular como destino turístico.
Creo que lo que cambió con más evidencia fue el desacoplamiento entre los intereses del Estado y las formas más y menos formales de violencia ejercidas sobre sus ciudadanos.
Todo el movimiento que comenzó en los 90, que impulsó con la Constitución del 91 y que culminó con el acuerdo de paz de 2016, que aún continúa con sus dificultades para implentarse, tiene que ver con la necesidad de desvincular ese uso de la violencia estatal contra los ciudadanos.
Creo que eso está permitiendo florecer a Colombia.
No soy de los que piensa que la administración de Gustavo Petro haya tenido muchos logros. De hecho, en materia legislativa, no ha logrado mucho.
Pero sí ha podido conseguir algo definitivo y es ese desacoplamiento entre el ejercicio político con el de la fuerza.
Es el gran contraste con la última administración conservadora de Iván Duque, quien mandó a la policía y al desaparecido Escuadrón Móvil Antidisturbios (ESMAD) a ejercer violencia contra los jóvenes e indígenas que protestaron después del covid porque básicamente se estaban muriendo de hambre.
Esa explosión social del 2021-2022 es lo que explica la llegada de Petro, que encarna esa voluntad de abandonar la violencia y mantener diálogos con grupos armados.
Yo creo, y espero, que ya no haya marcha atrás. Quien reemplace a Petro no puede volver a vender la idea de la guerra total en Colombia. Sea quien sea.
Eso es un cambio definitivo que marca el florecimiento de Colombia y también el decaimiento de países como Ecuador, que volvió a una espiral de violencia en que el gobierno está monopolizando el uso de la fuerza contra sus propios ciudadanos.
También lo vemos en Bolivia, donde la división interna de la izquierda ha estado agravada por golpes de Estado y regreso de formas violencia en algunas zonas del país.
Es una tendencia desafortunada de líderes y élites latinoamericanas de usar la fuerza cuando la gente reclama justicia histórica, social y económica.
Apostaría que solo florecerán quienes no caigan en estos usos de violencia, y sería interesante ver qué pasará también en EE.UU., con la tensión y polarización que allí se vive.
Da la sensación que la región requiere muchas transformaciones, y en muchos países, incluida Colombia, los gobiernos duran cuatro años… Me pregunto si son suficientes para que cualquier proyecto político implemente sus iniciativas.
Yo sí creo que es necesario repensar en todo América Latina el predominio de la institucionalidad presidencialista. Es un debate difícil, pero pienso que vale la pena.
Debemos hacernos preguntas incómodas como si cuatro años para gobernar son suficientes. Quizás sean seis o más.
O, más controversial, pensar si es recomendable aprender del sur de Europa, España, por ejemplo, y definir si un modelo parlamentario es más interesante.
Un problema para Petro fue ganar la presidencia pero perder las elecciones parlamentarias. Tiene dificultades enormes para sacar adelante su agenda y termina tejiendo alianzas discutibles.
En cambio, para llegar al gobierno en un modelo parlamentario, necesitas mayoría parlamentaria. Eso implica cierta estabilidad.
El caso chileno también hace claro el problema. Gabriel Boric pensó que sacaría su agenda vía una Asamblea Constitucional y eso, que creo que es un error, le está costando mucho.
Milei, en Argentina, también tiene muchas dificultades para gobernar.
En el futuro pienso que valdrá la pena hacerse estas preguntas sobre gobernabilidad y reexaminar el rol de las instituciones políticas.
Los índices de felicidad siguen altos en varios países de América Latina, a pesar de la violencia y otros desafíos. ¿Es un valor quizás que la región podría exportar más y mejor?
Hay dos tipos de felicidad. Una muy escapista, de infoentretenimiento, que me recuerda al de un grafiti que mirábamos en Bogotá mientras explotaban las bombas: ‘Esto se derrumba y nosotros de rumba’.
Esa felicidad no hay que exportarla porque no es felicidad, sino resentimiento. Es escapar en la imaginación sin tener que volver a la realidad.
En cambio, hay otro tipo de felicidad que uno se encuentra en comunidades afro e indígenas de América Latina, que tiene una forma de aceptar que la muerte y la destrucción son parte del ciclo vital.
En México, por ejemplo, la muerte se celebra como un paso más que no hay que dejar de lado y olvidarla como nos pide cierta corriente religiosa.
La felicidad hay que vivirla acá; hay que sumergir el presente en el más amplio océano de las posibilidades y pienso que eso es el valor de la felicidad latinoamericana.
La pregunta clave, en política, es qué podemos hacer mejor la próxima vez.
También debemos hacérnosla como sociedad.
Sí, podemos embarrarla, pero eso no nos determina. El futuro sigue abierto.
La felicidad de pensar qué podemos hacer mejor la próxima vez es el tipo de felicidad que podemos exportarle al mundo.
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Cortesía de BBC Noticias
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