Estos días de septiembre, mientras Europa se asa bajo temperaturas que superan los 35 °C, no es raro escuchar a alguien decir: “Estoy sudando como un cerdo”. Es una de esas frases hechas que sobreviven generación tras generación, tan integrada en el lenguaje cotidiano que nadie se plantea si tiene algo de cierto. Pero, como ocurre con muchas expresiones populares, la realidad científica es mucho más interesante —y sorprendente— que el mito.
Porque no, los cerdos no sudan. O, al menos, no como tú te imaginas.
Un error lingüístico con raíces en el hierro… y no en los animales
Para empezar a desmentir la expresión, hay que entender que su origen no tiene absolutamente nada que ver con los cerdos como especie. De hecho, la frase proviene de un proceso metalúrgico: el de la producción de hierro fundido. Al enfriar el hierro en bruto cuando se vierte sobre moldes en forma de canales ramificados, que recuerdan a una cerda y sus lechones, aparecen gotas de agua condensada en su superficie. Esa “sudoración” metálica era una señal de que el hierro ya estaba lo suficientemente frío como para manipularlo.
Curiosamente, esta analogía técnica acabó popularizándose como una metáfora del sudor humano, aunque su base científica sea tan débil como una tarde de verano en plena ola de calor.
¿Entonces los cerdos no sudan en absoluto?
La respuesta corta es: apenas. Y la larga nos lleva a la fascinante fisiología de estos animales.
Los cerdos son mamíferos homeotermos, es decir, animales que mantienen una temperatura corporal estable independientemente del ambiente. Como nosotros, tienen mecanismos fisiológicos y comportamentales para regular su temperatura. Pero a diferencia de los humanos, su capacidad para sudar es casi inexistente. Poseen muy pocas glándulas sudoríparas funcionales, y las pocas que tienen no participan significativamente en la regulación térmica.

Esto convierte a los cerdos en animales muy vulnerables al calor. Incapaces de sudar, deben recurrir a estrategias alternativas para enfriarse. Una de las más conocidas —y fotografiadas— es revolcarse en charcos de barro. No lo hacen por placer, ni por simple suciedad: lo hacen por supervivencia.
Al cubrirse con una capa de barro húmedo, los cerdos logran enfriar su cuerpo por evaporación, de forma similar a lo que hace el sudor en los humanos. Además, el barro actúa como aislante térmico, evitando que el calor externo penetre demasiado rápido en su piel.
La estrategia es más efectiva que simplemente mojarse con agua, ya que el barro retiene la humedad por más tiempo y prolonga el efecto refrescante. Si no tienen acceso a barro, los cerdos buscarán sombra, se tumbarán sobre superficies frías o incluso jadean ligeramente —aunque no con la eficiencia de un perro— para disipar calor.
Un problema creciente con consecuencias económicas y éticas
El aumento de las temperaturas globales está agravando los riesgos para los cerdos, especialmente en explotaciones intensivas donde no siempre se les ofrece acceso a agua o entornos adecuados para termorregularse.
En estos contextos, el estrés térmico no solo afecta al bienestar animal, sino también al rendimiento productivo. Se ha observado que, con temperaturas elevadas, los cerdos comen menos, lo que se traduce en menor ganancia de peso. En hembras reproductoras, el calor excesivo puede reducir el tamaño de las camadas, afectar la calidad del esperma en los machos e incluso provocar abortos espontáneos.
Además, la exposición prolongada al calor puede desencadenar un colapso térmico, que compromete el sistema cardiovascular del animal y puede provocar la muerte. En climas calurosos, las granjas están obligadas a invertir en sistemas de refrigeración, ventilación forzada o adaptaciones dietéticas para mitigar estos efectos. Pero no todas lo hacen.
¿Y qué hay de las toxinas?
Otra creencia extendida —y errónea— es que los cerdos son animales “tóxicos” porque no pueden sudar, y por tanto no eliminan toxinas. Esta afirmación, que ha circulado incluso como argumento en contra del consumo de carne de cerdo, carece completamente de base científica.
El sudor, aunque útil para regular la temperatura, no es un sistema de detoxificación significativo. La eliminación de compuestos tóxicos del cuerpo se realiza principalmente a través del hígado, los riñones y el sistema digestivo, no por las glándulas sudoríparas. Los estudios han demostrado que la concentración de toxinas en el sudor humano es mínima. Así que si los cerdos no sudan, no implica que acumulen venenos en su organismo. Es, simplemente, un mito.
Sea como fuere, no hay duda que el cerdo es, posiblemente, uno de los animales más estigmatizados del reino animal. Históricamente asociados con la suciedad, el exceso o la glotonería, su imagen pública no suele corresponder con la realidad.
Los cerdos son, de hecho, animales muy inteligentes, sociales, y dotados de una notable capacidad de aprendizaje. En condiciones naturales, no se revuelcan en sus propios excrementos (como a veces se caricaturiza), sino que intentan mantener separados los espacios para dormir, comer y hacer sus necesidades.
Su amor por el barro, lejos de ser un síntoma de “mugre”, es una solución elegante, evolutiva y necesaria para sobrevivir al calor.

El calor extremo, una amenaza silenciosa
En este contexto, el cambio climático y las olas de calor más frecuentes no solo afectan a los humanos. Animales como los cerdos —que ya de por sí tienen limitada su capacidad de enfriamiento— están sufriendo los efectos más intensos de las temperaturas extremas. Las consecuencias no son solo económicas, sino éticas.
Los expertos en bienestar animal insisten en que debemos adaptar nuestras prácticas ganaderas para garantizar la salud y dignidad de los animales. Porque aunque los cerdos no suden, sí sufren. Y lo hacen en silencio, entre paredes de cemento o bajo un sol implacable, sin posibilidad de revolcarse en un charco de barro.
Cortesía de Muy Interesante
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