El desconocimiento y el miedo desencadenan comportamientos primitivos en el ser humano, reacciones más instintivas que racionales. Y eso es lo que ocurrió durante la plaga que asoló Europa en el siglo XIV. La peste negra logró generar un pavor mayor que la reina de los males antiguos, la lepra. Y es que no solo la tasa de mortalidad era extraordinariamente alta; además, nadie sabía a qué se debía, cómo se transmitía ni qué podía hacerse para curarla.
Barcos genoveses infectados procedentes de Asia atracan en Messina en 1347 con la mayor parte de la tripulación muerta, y el resto contagiada. Desde allí, la enfermedad se extiende al resto de Italia y a la mayor parte de Europa. Antes de que los gobernantes puedan reaccionar, la población empieza a morir a miles y el terror se apodera de la gente, que cree que ha llegado el fin del mundo. Las multitudes buscan auxilio en la Iglesia, pero los propios monjes de los monasterios están muriendo en masa y demostrando que los rezos no sirven para salvarlos. ¿Qué opción queda? Recurrir directamente a los santos y sus reliquias, pero también a curanderos, brujos y alquimistas.
Falsos culpables
Como parte de esa reacción irracional ante el miedo que provocaba la peste, se buscaron culpables y se encontraron. En Europa fueron los judíos, quemados a cientos en las hogueras acusados de envenenar los pozos para acabar con la cristiandad. Pero los prejuicios, el odio y el miedo provocaron que se acusara y matara también a los leprosos, a los que sufrían psoriasis, a las mujeres, a los musulmanes, a los extranjeros o a las brujas.

Empezó una persecución terrible de las mujeres sospechosas de practicar la brujería, que acabó con ellas torturadas para que confesaran sus ‘poderes ocultos’ y quemadas en la hoguera vivas tras juicios más que cuestionables. En muchas ocasiones las víctimas eran parteras y sanadoras, receptoras del conocimiento ancestral de medicina y química, pero se creía que si tenían ‘poderes’ para sanar tenían necesariamente que haber aprendido esos conocimientos del mismísimo Belcebú.
Las brujas tuvieron su lugar dentro de la ‘medicina medieval’ como curanderas entendidas en hierbas medicinales. La gente recurría a ellas, a sus recetas, ungüentos sanadores y filtros amorosos, pero también las temía porque las creía dotadas de poderes extraordinarios. Por eso, fueron el chivo expiatorio perfecto ante la peste.

Remedios naturales
Al desconocimiento de la enfermedad hay que añadir el de los medicamentos de base científica (no se desarrollarían hasta el siglo XVIII). La medicina que existía en la Edad Media estaba muy ligada a lo natural. Se basaba, en buena medida, en remedios terapéuticos vegetales, en el conocimiento de las propiedades curativas de todo tipo de plantas y en saber preparar ungüentos, algo que se transmitía oralmente de generación en generación y que solía recaer en las manos de curanderos y curanderas.
Todos los temas referentes a la medicina, las enfermedades y las epidemias se veían rodeados de un halo supersticioso y mágico. Sin ir más lejos, los propios médicos ponían hierbas aromáticas en sus máscaras esperando que la fragancia del ámbar gris o las hojas de menta los mantuviera a salvo. Algunos se protegían mascando ajo y tabaco y otros frotándose la piel y el pelo con agua de rosas o con vinagre, o impregnando con este los pañuelos que se llevaban a la boca. Para purificar el aire en los interiores se ponían a cocer especias (para crear vapor) o se quemaban plantas como incienso o flores de manzanilla. También el fuego era una medida purificadora, que se utilizaba para destruir ropas y enseres que pudiesen estar infectados.
Por culpa de los astros
Giovanni Boccaccio, en la primera jornada de su obra El Decamerón, hace la mejor y más ilustrativa de las descripciones de la epidemia de peste negra en Florencia y del modo en que debió vivirla la población europea, pero lo que resulta sorprendente es a qué o a quién encuentra responsable: “Por obra de los astros celestes o por nuestras iniquidades, enviada por justa ira de Dios sobre los mortales para nuestra enmienda”. El florentino manifiesta en esta afirmación las dos grandes corrientes de pensamiento que dominan en la Edad Media acerca del devenir del ser humano: la enfermedad como castigo divino y el firmamento como detonante en la fortuna del universo.

Las fuentes clásicas aluden a la influencia del signo del Zodíaco bajo el que nace un individuo en el transcurso de su vida, y estos saberes se transmiten desde los doctrinales de caballerías hasta las obras religiosas y literarias. Alfonso X el Sabio ya impulsó los estudios sobre materia astronómica y los fenómenos astrológicos se suceden en las vidas de los santos y en las de los héroes y no faltan estrellas anunciadoras, eclipses o signos de fuego en marcados acontecimientos históricos. Todo lo sobrenatural que ocurre en el cielo antecede a una incidencia mayor o menor en la Tierra. Por eso, no es de extrañar que hubiera quienes imaginaron que la peste de 1347 podía tener un origen astrológico –ya fuese por la conjunción de determinados planetas como Júpiter, Saturno o Marte, por los eclipses o bien por el paso de cometas–.
Era tradición popular recoger las hierbas y raíces curativas en una noche determinada o cuando la Luna presentaba una fase considerada favorable. Esto mismo creían los médicos árabes, que fabricaban amuletos con los signos del Zodíaco grabados para colocarlos sobre la zona afectada y así ‘curar’ dolencias como lumbagos, reumatismos o cólicos nefríticos. La astrología estuvo tan extendida que llegó a enseñarse en las universidades bajomedievales y los reyes tenían astrólogos a los que consultaban antes de tomar decisiones importantes.
En las obras médicas más significativas escritas sobre la peste en las fechas de la epidemia, resulta evidente la influencia de la astrología en la teoría y la práctica medica de la época. Alberto Magno, uno de los científicos, teólogos y filósofos más importantes de la Edad Media (se enfrentó a la Iglesia para introducir el pensamiento de Aristóteles en las universidades europeas), atribuye, en su obra De cuasi propietatum elementorum, a las conjunciones planetarias “grandes mortalidades y despoblamientos de reinos”, al adjudicarles ciertas características térmicas a los planetas. Gentile de Foligno afirma que la conjunción planetaria produjo “[…] material ponzoñoso que se genera en torno al corazón y los pulmones”.

Y el fraile y cronista Jean de Venete escribió que en el mes de agosto, después de Vísperas, cuando el Sol empezaba a ponerse, “apareció una grande y muy brillante estrella sobre París hacia Occidente que se descompuso en muchos rayos diferentes. Si estaba compuesta de exhalaciones etéreas y finalmente se resolvió en vapor, es cuestión que dejo a los astrónomos. Sin embargo, es posible que fuese presagio de la terrible pestilencia que vendría y que, en realidad, vino muy poco después a París y a todo Francia y todos lugares”. También en el Compendium de epidimia, obra colectiva del Colegio de Doctores de la Facultad de Medicina de París, se atribuía el “origen remoto de la corrupción del aire” a la conjunción de Saturno, Marte y Júpiter en el signo de Acuario el 20 de marzo de 1345 a la una del mediodía (aparte de a otras conjunciones y eclipses).
En cierta medida, los primeros pasos de la medicina moderna se darían a consecuencia de la peste negra, pero antes de llegar a eso el mundo de las supersticiones relacionadas con la enfermedad vivió su momento de oro.
Supersticiones y magia
El Diccionario de la Real Academia nos dice que superstición es “toda creencia extraña a la fe religiosa y contraria a la razón”, y el de María Moliner la describe como “una creencia en alguna influencia no explicable por la razón”. Cabría, pues, englobar en ello creencias ancestrales de origen pagano como fetiches, amuletos, horóscopos, cartas del Tarot o piedras protectoras.
Ya en el siglo IV, san Agustín decía que “la superstición es pagana y demoníaca”, pero es en la Edad Media cuando se recrudece. Abundan los talismanes que se llevan para contrarrestar la nigromancia o el mal de ojo, creencia muy extendida que practican incluso los reyes. En los autos de la Inquisición se menciona el poder de ciertas piedras y se dice que quienes se consagran al demonio pueden adquirir poderes sobrenaturales con sólo llevar ciertas joyas que demuestran el poder de ciertas piedras. Esas mismas personas podían evitar grandes males recitando la Biblia o esgrimiendo la cruz, símbolo máximo del cristianismo.

Como vemos, la línea que separa religión y magia es realmente muy fina. El cristianismo medieval juzga y castiga las supersticiones no religiosas por pecaminosas, pero a la vez otorga a ciertos elementos o ritos relacionados con el cristianismo poderes sobrenaturales (básicamente, de protección). Ante un problema, se les concedía a ciertos ceremoniales o a una serie de objetos poderes excepcionales. Se trataba de obtener una protección constante, tanto con medios materiales como espirituales; de ahí el papel que juegan el ángel de la guarda y los santos auxiliadores en las creencias populares de la sociedad medieval.
La enfermedad como castigo divino
El cristianismo otorgaba a Dios el poder de curar y enfermar, de modo que la enfermedad era vista como un castigo, una prueba. Pero también se otorgaba un gran poder a Satanás y a los demonios, en ocasiones más que a Jesucristo y los santos, de ahí que la enfermedad se viera asimismo como un mal demoníaco y la práctica de la medicina estuviera muy ligada a las supersticiones.
La idea del castigo de Dios derivó en una religiosidad exacerbada dominada por la culpa (desde los años de la peste crecieron la venta de indulgencias, la donación de bienes a la Iglesia, la construcción de templos y las peregrinaciones a los lugares santos como Roma o Santiago de Compostela). Era la voluntad de Dios la que decidía quién vivía y quién moría, y era a él a quien se debía invocar para la cura.

La religiosidad de las gentes de la época movía a las autoridades a promover actos religiosos con el único afán de conseguir la protección divina. Así, se organizaban procesiones multitudinarias y solemnes por las calles de las ciudades para pedir la clemencia de Dios y evitar la propagación de la epidemia, aunque, como sucedió con la que emprendió el papa Gregorio Magno en el siglo VI, algunas aglomeraciones se convertían en grandes focos de muerte y contagio.
En su novela Un mundo sin fin, el escritor galés Ken Follett habla de las pestes medievales como el producto de la falta de limpieza, la promiscuidad y el contagio en las catedrales. Y es que allí acudían para rezar y asistir a los ritos sagrados todos juntos, pegados unos a otros, mezclándose sanos y enfermos. No es de extrañar que el incienso, en especial el fuerte traído de Siria, sirviera para matar los malos olores (y quizá algunos virus).
Tampoco faltaron las rogativas, básicamente oraciones públicas hechas a Dios para conseguir remedio en una grave necesidad (su origen se remonta a los primeros siglos de la cristiandad); y los grupos de penitentes que desfilaban, vestidos de blanco, dándose latigazos y portando pesadas cruces.

Santos sanadores
Es en torno al siglo XII, en un contexto cristiano-pagano, cuando aparece el culto mariano generando la fundación de múltiples santuarios dedicados a la Virgen, y cuando se estimula la hagiografía (las biografías de santos). A estos, la Iglesia les exige una serie de milagros para subirlos a los altares, pero es la imaginación popular la que los dota de poderes sobrenaturales. Surgen así los santos sanadores, protectores o auxiliadores. Cada uno especializado en la curación de una enfermedad, se convierten en la gran esperanza; por eso las ciudades tienen su santo protector (que se saca en procesión en los malos momentos) e incluso los gremios se buscan un valedor celestial.
La religión rayana en lo supersticioso era la defensa más popular contra la pandemia; por eso, en lo más profundo de las embestidas de la peste negra, las víctimas rezaban con devoción ante sus imágenes y amuletos bendecidos. En esta época surgió, por ejemplo, la devoción, veneración y culto de la Virgen contra la Peste, a la que se dedicó una capilla en la catedral de Valencia, y apareció san Roque como abogado contra la peste y el cólera, aunque santos antipestosos ha habido muchos a lo largo de la historia: san Cristóbal, san Gil (Egidio en italiano), san Andrés o san Antonio abad.

Merecen especial atención santa Catalina de Siena, heroína durante la terrible peste negra que asoló Siena en 1374 (se dice que obró milagros); santa Rita de Cascia, que inmediatamente después de su muerte era ya venerada como protectora ante la peste, probablemente por haberse dedicado al cuidado de los enfermos contagiados sin contraer nunca la enfermedad (este uno de los motivos por el que se la llama la ‘santa de los imposibles’), y san Luis Gonzaga, de comportamiento ejemplar en la peste que se desató en Roma en 1591.
Del culto a san Sebastián se tenía un precedente durante las epidemias del siglo VII, pero es con la peste del XIV cuando cobra importancia. El santo había muerto atravesado por flechas y se veía una similitud entre esto y el hecho de que las personas que morían de peste negra parecían ser abatidas por las flechas de la ira de Dios.

Las reliquias
Los exvotos u ofrendas en cumplimiento de una promesa o en agradecimiento por un favor tienen sus orígenes en la época medieval, en la que también las reliquias –vestigios de la existencia terrenal de Cristo o de los santos y mártires– se convierten en el mayor tesoro, al atribuírseles poderes sanadores e, incluso, milagrosos. Servían restos corporales (huesos, cabello, vísceras, piel…) y también objetos asociados con el santo en cuestión y su martirio.
El primer registro de la colección de huesos de un mártir, Policarpo, data del año 156. Las catacumbas romanas dieron abundante material de la época de la persecución de los cristianos, pero fue sobre todo en la Edad Media cuando la especial veneración por las reliquias generó un considerable comercio (y fraude) relacionado con las peregrinaciones y las Cruzadas. Al principio se utilizaban para convertir un emplazamiento en lugar de culto de algún santo cristiano, pero luego se difundió el uso personal; es decir, se buscaban para tenerlas en casa o llevarlas encima.
En este sentido, el posterior Concilio de Trento (1545-1563), exponente máximo de la Contrarreforma católica, auspiciaría la veneración de las reliquias. Y así, sin pudor se recopilaron tantos fragmentos de la cruz de Cristo que darían para varias cruces, y a nuestros días han llegado más de una decena de cabezas del Bautista, de quien se guardan también más de sesenta dedos en iglesias y conventos de todo el mundo.

Cortesía de Muy Interesante
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