El Medievo y el Renacimiento contribuyen con varias aportaciones célebres a la lista de personajes infames con altas responsabilidades de gobierno. Juan I de Inglaterra (1166-1216), por ejemplo, es citado habitualmente como uno de los reyes más nefastos de la historia de las islas –si no el que más–, hasta el punto de que en el siglo XIV se renunció a una posible candidatura al trono de Juan de Gante simplemente porque se llamaba Juan: así de amargo era su recuerdo. El hijo menor de Enrique II y Leonor de Aquitania, los magníficos fundadores del Imperio angevino, fue apodado “sin Tierra” porque no estaba previsto que heredase nada. A la vista de los resultados, habría sido lo mejor.
Fue un monarca débil, injusto, cruel, vengativo, avaro como pocos y dominado por la lujuria, un hombre que perseguía sin descanso ni pudor a las esposas e hijas de sus barones y que no se fiaba de nadie ni era capaz de inspirar en nadie la menor simpatía. Con todo, lo más indignante, según la mentalidad de la época, fue que en las cosas de la guerra resultó ser también un incapaz.
Juan sin escrúpulos
Pronto dio muestras de su abyecta personalidad. A los dieciocho años fue enviado a gobernar la recién conquistada Irlanda y creó conflictos sin fin por su afición a burlarse de las barbas, largas y pelirrojas, de los reyes locales. Luego traicionó a su hermano, Ricardo Corazón de León, que combatía en la Tercera Cruzada, con el fin de arrebatarle el trono. Fracasó, como tantas otras veces. Ricardo le perdonó con el argumento de que estaba malaconsejado y era solo un niño –tenía ya 27 años– y, antes de morir, cometió la inconsciencia de nombrarle heredero.
No fue la mejor decisión. Viéndose rey, Juan se encaprichó de Isabel de Angulema, una noble francesa de doce años ya comprometida con un importante señor local, por la que se embarcó en una guerra con la que empezó la lenta e inexorable destrucción del imperio que había recibido (en 1204 perdió Normandía, territorio de incalculable valor simbólico). En esos años de conflicto, siguió haciendo méritos para que le odiase todo el mundo. Sometió tanto a aliados como a enemigos a un trato atroz, lo que generó gran indignación –eran todos parientes–, y, en una nueva prueba de vileza, hizo asesinar a su sobrino de 16 años, Arturo I de Bretaña, que se le había opuesto y en quien veía una amenaza.
Para financiar esas aventuras e intentar recuperar lo perdido, subió la presión fiscal hasta niveles legendarios. Algunos nobles, incapaces de satisfacer el impuesto sobre la herencia, quedaban reducidos a la pobreza. Pero fue todo inútil: en 1214, tras el desastre de la Batalla de Bouvines, tuvo que abandonar definitivamente sus pretensiones e indemnizar al rey francés. El malestar de la aristocracia se transformó entonces en rebelión y Juan se vio obligado a firmar la Carta Magna. No le importó mucho: gracias a una nueva treta para la que consiguió reclutar al mismo papa, repudió enseguida el documento e inició otra guerra, esta vez contra sus barones.
Pasión por la crueldad
El siguiente villano de la lista ha pasado a la historia por la extrema crueldad de sus métodos punitivos. Vlad III, nacido Vlad Drăculea en 1431, príncipe de Valaquia –región de la actual Rumanía–, es más conocido como Vlad el Empalador (Vlad Tepes en rumano) por sus famosos bosques de empalados. Esta forma de ejecución y tortura es de las más perversas que puedan imaginarse: al condenado se le sienta sobre una estaca clavada en el suelo de modo que la punta de madera, bien afilada, se introduce por el orificio natural del cuerpo y, a lo largo de una agonía de horas, va horadando la carne hasta salir por el otro extremo.
Vlad los ejecutaba así por millares y enfrente se hacía disponer un banquete para poder cenar contemplando el espectáculo. Según la leyenda, cada tanto pedía que le llevaran un cuenco de sangre de sus víctimas en el que mojar el pan. No es de extrañar que Bram Stoker se inspirase en él para escribir Drácula.
Por supuesto, la veracidad de estas historias debe tomarse con cautela –muchas fueron difundidas por sus enemigos– y, en cualquier caso, el empalamiento no fue invento suyo. Lo aprendió seguramente de niño cuando, a los trece años, fue entregado junto a su hermano Radu como rehén al Imperio otomano. Años más tarde, ya de vuelta en Valaquia y convertido en voivoda –príncipe–, les daría a probar a los turcos, a los que combatió en defensa de la independencia de su país, su propia medicina.
Cuenta el cronista griego Laónico Calcocondilas que el sultán Mehmed II, conquistador de Constantinopla en 1453, a quien tampoco repugnaba especialmente la sangre, retrocedió de horror al llegar en 1462 a Târgoviște, donde se topó con un bosque de 20.000 empalados –hombres, mujeres y niños– que Vlad le había dejado para que supiera con quién se las estaba jugando (por lo visto, los pájaros habían anidado entre las tripas de los infelices). En otra memorable ocasión, Vlad cruzó el Danubio y atacó el territorio del Imperio otomano, tras lo cual le escribió al rey húngaro Matías Corvino informándole de las 24.000 víctimas que se había cobrado; carta que, para mayor credibilidad, acompañó de un par de sacos llenos de orejas, narices y cabezas.
Vlad murió luchando contra los turcos en 1476, en circunstancias no muy claras. Lo que sí se sabe es que el sultán se llevó de vuelta su cabeza a Estambul y que, para que la viera todo el mundo, la hizo clavar, cómo no, en una estaca.
César el estrangulador
Pocos nombres evocan tanto el uso de medios delictivos para deshacerse de adversarios como el de los Borgia, familia que en la Roma renacentista inspiraba verdadero temor. El príncipe italoespañol César Borgia (1475-1507) fue hijo del papa Alejandro VI (Rodrigo de Borja, de origen valenciano) y capitán general de los ejércitos pontificios, que utilizó para acrecentar las posesiones familiares. No hay duda de que muchos de los crímenes atribuidos a los Borgia son parte de una leyenda negra: sobre el famoso uso de venenos no hay ninguna prueba y los supuestos incestos de Lucrecia con su padre y hermano parecen ser definitivamente falsos. Sí está claro, en cambio, el carácter expeditivo e implacable de los métodos que utilizaba César, un individuo en cuyo camino era mejor no cruzarse.
Prueba de su carácter es el modo en que hizo asesinar a su cuñado, el joven Alfonso de Aragón, casado con Lucrecia, por una mera cuestión de alianzas políticas. Para ello recurrió, como en muchos otros casos, a su sicario de confianza, Michelloto Corella, conocido como don Michelle, también valenciano. Alfonso fue apuñalado varias veces a la puerta de la iglesia y luego, cuando parecía que podía curarse, estrangulado en su propia cama, en la mejor tradición de las películas de mafiosos.
Parecida suerte corrieron los condotieros Vitellozzo Vitelli, Oliverotto da Fermo y Paolo Orsini y el duque de Gravina, que se habían conjurado contra él y le disputaban sus territorios. Borgia pactó con ellos una tregua y les invitó a un banquete de reconciliación en Senigaglia, donde fueron estrangulados también por don Michelle.
Si de Juan sin Tierra se dice que fue uno de los peores reyes de Inglaterra, y no directamente el peor, es sobre todo porque tiene en Enrique VIII (1491-1547) un muy serio contrincante. El segundo representante de la dinastía Tudor es famoso por la facilidad con que cambiaba de esposa (tuvo seis) y por el trato que les dio: a dos de ellas, Ana Bolena y Catalina Howard, las hizo decapitar por adúlteras (acusación totalmente falsa en el primer caso y cierta en el segundo); a otras dos, Catalina de Aragón y Ana de Cléveris, las repudió –a la primera por “vieja” (40 años) y a la segunda por poco agraciada–; Catalina Parr estuvo en un tris de ser ejecutada también, pero consiguió ablandarle con sus súplicas, y Juana Seymour no tuvo tiempo de caer en desgracia: murió de parto al darle a Enrique su ansiado hijo varón, y por eso fue siempre recordada y venerada.
La paranoia como forma de gobierno
Pero no fueron solo sus famosas cónyuges quienes sufrieron la vesania del rey, sino todos sus súbditos en general y, entre ellos, sus más fieles consejeros. El cardenal Wolsey, que con tanta eficiencia le había servido durante años, recibió el encargo envenenado de negociar con el papa la anulación del matrimonio con Catalina de Aragón. Fracasó y fue desposeído de todo, y tuvo la suerte de morir por causas naturales –digamos que del disgusto– cuando se encaminaba al juicio en el que iba a ser condenado al patíbulo.
Otro de sus colaboradores, el humanista Tomás Moro, fue decapitado por no aceptar a Enrique como cabeza suprema de la Iglesia tras la ruptura con Roma, y Tomás Cromwell, el ministro que había ideado y organizado el cisma religioso para que el matrimonio con Ana Bolena fuera posible, perdió la vida por buscarle luego una esposa que no le gustó –solo le había enseñado un retrato, al parecer no muy fidedigno–. En la noche de bodas, Enrique VIII sufrió un episodio de impotencia frente a Ana de Cléveris, a la que apodó la “yegua flamenca” y de la que dijo que olía mal (él tenía una herida ulcerada en una pierna que, por lo visto, desprendía un tufo insoportable). Conclusión: que a Cromwell le corten la cabeza.
Lo curioso es que, cuando Enrique fue coronado a los dieciocho años en 1509, fue recibido con esperanza. Se le consideraba el perfecto príncipe renacentista y se pensó que podría suponer un cambio en relación al reinado de su padre, cuyos últimos años habían estado dominados por la corrupción. Esa ilusión duró poco. En 1521, hizo ejecutar de forma completamente arbitraria a Edward Stafford, duque de Buckingham, solo porque le veía como un posible rival.
Esta forma de actuar respondía a una ansiedad muy característicamente Tudor, ligada al hecho de que el fundador de la dinastía, Enrique VII, había lisa y llanamente usurpado el trono. La preocupación por las posibles amenazas fue creciendo a lo largo del reinado y acabó por convertirse en verdadera paranoia. En los últimos años de Enrique VIII, nadie en la corte podía estar seguro de que, al día siguiente, fuera a conservar la cabeza sobre los hombros. El rey que había sido acogido como un Kennedy acabó siendo Stalin.
Precisamente, el dictador y genocida soviético fue un gran admirador del último de los monarcas villanos aquí expuestos. Iván IV Vasílievich, más conocido como Iván el Terrible (1530-1584), tenía solo tres años cuando, tras la muerte de su padre, fue coronado gran príncipe de Moscú. Su madre asumió el cargo de regente pero, cuando Iván contaba ocho años, murió envenenada por los boyardos –nobles terratenientes eslavos, con enorme poder–, que encerraron en el Kremlin al pequeño príncipe y le sometieron a una vida de miserias y humillaciones.
El niño que apuntaba maneras
Iván mostró desde niño una marcada tendencia a la crueldad –su principal entretenimiento era lanzar perritos y gatitos desde lo alto de la torre del Kremlin–, pero fue a los trece años cuando se tomó el asunto de la venganza en serio: hizo apresar al príncipe Shuiski –uno de los boyardos– y arrojarlo a una jauría hambrienta, que lo despedazó en cuestión de segundos.
A los diecisiete años, fue coronado zar –el primero en ostentar el título–, cargo en el que se mantuvo durante casi cuatro décadas de intensas transformaciones: unió el país, reformó la Iglesia y el Ejército, redujo el poder de la nobleza, hizo conquistas por el este (Siberia) y abrió el comercio con el oeste… Fue uno de los creadores de Rusia como Estado, en definitiva. Pero, al menos según la leyenda, las perversiones y atrocidades de su reinado no tienen fin.
En su lucha contra el poder de los boyardos, Iván creó el cuerpo de los opríchniki, un siniestro y despiadado ejército personal que controlaba extensas porciones del territorio y actuaba con absoluta impunidad. En 1570, descubrió que sus principales enemigos se refugiaban en la ciudad de Nóvgorod y mandó a los opríchniki a destruirla. Se dice que el saqueo provocó unos 30.000 muertos, pero, como es habitual, esa cifra está muy puesta en duda. Algunos historiadores la rebajan hasta 2.000, lo que, para la época, no sería tan raro.
El problema es que, como en muchos otros casos, sobre los últimos años de Iván el Terrible existe toda una leyenda negra de veracidad poco comprobable. Se dice que participaba en orgías de carácter místico-religioso en las que se desfloraba y torturaba a vírgenes, que mataba a sus enemigos haciéndolos hervir en calderos y que mandó construir una gran sartén para freír a docenas de personas en la misma Plaza Roja. De nada de esto hay pruebas fehacientes. Sí parece cierto que, en un arranque de ira, mató a bastonazos a su hijo y heredero Iván, un crimen del que se arrepintió profundamente y que lo atormentó hasta el fin de sus días.
Cortesía de Muy Interesante
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