“Si atacaran a Guyana o a ExxonMobil sería un día muy malo, una semana muy mala para ellos. No terminaría bien”. Las advertencias del secretario de Estado Marco Rubio al gobierno venezolano en su visita a Georgetown, la capital guyanesa, el pasado 27 de marzo, resultan hoy plenamente vigentes.
El envío de una decena de barcos de guerra, dos submarinos atómicos, helicópteros y aviones militares y de cerca de 8 mil efectivos dejan pocas dudas sobre las intensiones de Estados Unidos frente a Nicolás Maduro, a quien públicamente señala como “narcopresidente” y como presunto líder de una ignota red de tráfico de sustancias ilegales conocida como el “Cártel de los Soles”.
La actual estrategia externa de la presidencia de Donald Trump aprovecha una de las más extremas problemáticas de la región, como hoy es la expansión abierta del narcotráfico, para volver a situar al Mar Caribe como su principal área de influencia, según la definición vertida desde la geopolítica clásica por los grandes referentes de la materia como Alfred Thayer Mahan.
Sin embargo, y por más que se intente justificar la recuperación del Caribe desde la “Doctrina Monroe” o desde el más mítico “Destino Manifiesto”, lo que habría por detrás es la disputa abierta entre las dos principales corporaciones petroleras de los Estados Unidos: Exxon y Chevron. Imperialismo en el amplio y duro sentido del término.
Pese a los incordios y las polémicas, Chevron ha operado en Venezuela desde hace ya un siglo, incluso, durante los gobiernos de los presidentes Hugo Chávez y Nicolás Maduro, en concordancia con sanciones, bloqueos y políticas de embargo.
Si Joe Biden permitió una nueva entrada de Chevron a Venezuela en 2022 como una estrategia para asegurar la provisión de petróleo una vez iniciada la guerra abierta entre Rusia y Ucrania, en estos últimos meses la Casa Blanca ha sido mucho más sinuosa e impredecible en la concesión de los permisos y licencias de explotación, ya que la presencia de Chevron provee recursos fundamentales al gobierno de Maduro y, por supuesto, también al de Trump: solo basta tomar en cuenta que, en la actualidad, Venezuela vende a Estados Unidos casi 300 mil barriles de petróleo diarios, casi el doble de lo que le proporcionaba hace tan sólo dos años.
Exxon, en cambio, apuesta al desarrollo de Guyana, sobre todo, luego de perder cerca de 10 mil millones de dólares al rechazar los términos de la política de nacionalización de yacimientos petrolíferos privados que llevó adelante el gobierno de Hugo Chávez en 2007. Fue prácticamente una revancha personal de Rex Tillerson, quien pasó de ser el CEO de la poderosa corporación durante diez años al primer Secretario de Estado en la gestión inicial de Trump, en 2017. Una muestra acabada de las fluidas relaciones que a veces tienen gobiernos y corporaciones…
Luego de la realización de estudios prospectivos en 2015, Guyana inició su producción petrolera en 2019 y en la actualidad espera pasar de 650 mil barriles diarios actuales a más de un millón en 2030. El boom petrolero posibilitó que este país alcance una de las tasas de crecimiento del PBI más altas en todo el mundo, que sólo en 2024 fue del 43,6 por ciento. Mientras tanto, el despliegue en el Caribe permitió que Exxon se convirtiera en la principal empresa petrolera de los Estados Unidos.
El litigio entre Venezuela y Guyana no tardaría en aparecer, más aún, por la exploración y explotación de las riquezas del subsuelo en áreas en disputa como las aguas internacionales y, todavía más, en la región del Esequibo, que Caracas reivindica como propia a partir del Acuerdo de Ginebra, que firmó con Londres en 1966 antes de la independencia guyanesa.
Para la Casa Blanca, pero más aun para el Pentágono, Guyana es hoy un aliado privilegiado en Sudamérica, en términos económicos, pero también defensivos, ya que apunta a construir una relación como la que los Estados Unidos mantienen hoy con las pequeñas monarquías del Golfo Pérsico que albergan tropas estadounidenses como muro de contención frente a Irán. Para asegurar el progresivo control del Caribe, Estados Unidos y su principal corporación petrolera han construido un vector que comienza en La Florida y termina en Guyana y que desde hace apenas unas pocas semanas cuenta con un nuevo integrante.
El gobierno de Trinidad y Tobago inició conversaciones con Exxon y, en tiempo récord, firmó contrato con la corporación el 12 de agosto para comenzar las tareas exploratorias en la costa este de Trinidad, en un territorio de 7 mil kilómetros cuadrados. Se espera que, con las inversiones correspondientes, la extracción de petróleo en esa área termine emulando el éxito de Guyana. Por su parte, la primera ministra trinitense, Kamla Persad-Bissessar, ofreció las instalaciones existentes en las dos islas como punto de apoyo en la ofensiva contra el gobierno de Nicolás Maduro, robusteciendo así una alianza que, además de económica, también es política y militar.
La geopolítica del Mar Caribe está pendiente de las elecciones generales que tenían lugar este lunes en Guyana y en las que Irfaan Ali iba por su segundo y último mandato presidencial como representante del Partido Progresista del Pueblo – Cívico. Si el partido gobernante no logra una victoria cómoda como se prevé, el futuro de los hidrocarburos del país podría tomar un rumbo notablemente diferente, ya que tres partidos de la oposición se han comprometido a renegociar el contrato de ExxonMobil con Guyana para que el Estado perciba mayores ingresos, lo que podría alterar la trayectoria energética del país.
Las elecciones de 2020 se vieron empañadas por un estancamiento de cinco meses en el recuento de votos, afectando gravemente la política exploración y de extracción de petróleo. Esta vez, y para evitar cualquier sorpresa, la comisión electoral de Guayana ha prometido los resultados, máximo, para el 3 de septiembre, en un contexto donde no queda claro, aún, quién podría ganar.
Más allá de las afinidades personales o del nivel de vinculación con el gobierno de Nicolás Maduro, para la amplia mayoría de mandatarios latinoamericanos resulta más que evidente que un ataque directo contra Venezuela o, peor aún, un ensayo de invasión a este país, sólo podría provocar un caos amplificado y un severo proceso de desinstitucionalización, con posibilidades de conflictos civiles de distinto tipo y un aumento sin control del drama humanitario, sobre todo, en las naciones más castigadas de la región.
Pero a esta altura de la historia, sabemos que poco importan los razonamientos frente a la sed desmedida por maximizar ganancias y a la búsqueda irrefrenable de ventajas económicas. El gobierno de Donald Trump volvería a evidenciar que el capitalismo es un sistema irracional y que sólo conduce a la destrucción, más aún, en este momento tan oscuro de su historia.
Cortesía de Página 12
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