Menos de 12 horas duró el cese de fuego proclamado a viva voz y de manera unilateral por el gobierno de Donald Trump. En la mañana del 24 de junio retornaron los ataques con misiles entre Israel e Irán, junto con las amenazas a ahondar una guerra que sólo provoca mayor incertidumbre. Horas más tarde, ambos gobiernos en combate aceptaron momentáneamente una tregua, más por conveniencia que por convicción, frente a un insistente mandatario que ahora defiende el diálogo.
Antes que un compromiso real por la paz, y más allá de sus repercusiones internacionales, la invocación a un armisticio por parte de Trump se vinculó con una división interna que amenaza con dificultar la política exterior de la Casa Blanca, y que comienza a generar grietas cada vez más profundas dentro del frente político de apoyo al presidente.
Para buena parte del electorado, el consabido America First, principal lema de campaña de Trump en las pasadas elecciones presidenciales, corre el riesgo de ser desplazado frente a la arraigada tradición estadounidense de involucrarse en todo tipo de confrontaciones bélicas, supuestamente, bajo el relato oficial de “llevar la paz y la democracia” allí donde se necesiten.
Las experiencias en Irak y, sobre todo, la abrupta retirada de Afganistán en los inicios de la anterior gestión de Joe Biden expusieron los límites de una política intervencionista que no siempre resultó beneficiosa para la principal potencia del planeta, y que evidenciaron una debilidad del anterior gobierno demócrata que el propio Trump supo capitalizar en plena campaña presidencial.
El ataque sorpresivo de Estados Unidos a Irán el sábado por la noche dividió las aguas dentro de la administración republicana. Más aun, cuando Trump mencionó el interés de involucrarse en un cambio de régimen que atentaría directamente contra la supervivencia de la teocracia iraní.
Por lo pronto, un creciente grupo de parlamentarios oficialistas mostró su disconformidad y comenzó a apoyar el reclamo de sus pares demócratas frente a la entrada inconsulta en una guerra lejana que no había sido previamente debatida por el Congreso, tal como lo establece la ley.
Para salvar al Ejecutivo, se puso en marcha el “operativo rescate”. Mientras que el vicepresidente J.D. Vance se dirigió al establishment empresarial asegurando que Estados Unidos no se involucraría una vez más en un conflicto a largo plazo, el secretario de Estado, Marco Rubio, le aseguró al cuerpo legislativo que la intervención en territorio iraní constituía un acto puntual y que, por lo tanto, no se esperaba una declaración de guerra con todas las formalidades del caso. En todo caso, era el apoyo directo a Israel el motivo central para adoptar una acción tan controversial.
Dentro del ala parlamentaria del gobierno, las diferencias son cada vez más notorias. Dirigentes como los senadores Mitch McConnell y Tom Cotton se comportan como verdaderos halcones en su política antiiraní, pero quien ha logrado destacarse es Ted Cruz, quien se define como el principal defensor de Israel dentro del Senado estadounidense. La disputa alcanza también a los medios de comunicación oficialistas, con el presentador de Fox News, Mark Levin, como el principal impulsor de un ataque destructivo hacia la nación persa.
Pero desde el bando aislacionista, se ha lucido especialmente Marjorie Taylor Greene, la trumpista de la primera hora que se ha cuestionado vivamente qué sentido tenía esta nueva incursión estadounidense en Medio Oriente. En un tono similar, se expresaron dos figuras de gran poder político y mediático como lo son el periodista y conductor Tucker Carlson y el todavía influyente ex asesor presidencial Steve Bannon. Las redes del trumpismo estallaron frente esta escisión.
Las divisiones también abarcan al cuerpo de funcionarios y asesores de la administración Trump: el contrapunto entre el presidente y su poderosa Directora Nacional de Inteligencia, Tulsy Gabbard, quien hasta hace tan sólo una semana aseguraba que Irán no estaba en capacidad de producir armamento atómico, es sólo una muestra de las grietas que surcan al gobierno.
Dentro de la administración republicana, y en áreas clave como Defensa, Seguridad e Inteligencia, el ataque a Irán alteró como nunca la tensa calma en la que conviven quienes se definen como aislacionistas y que no quieren vincularse con ningún conflicto a nivel internacional, de aquellos otros que tratan de priorizar a Medio Oriente en su defensa del Estado de Israel. Por último, se encuentran aquellos que consideran que el único frente en el que el gobierno debería concentrarse es el Pacífico frente a la amenaza que supone el ascenso de China como nueva potencia global.
Más allá de los quiebres que podrían producirse en el escenario burocrático, a Trump lo que realmente le importa es su propia base de sustentación, englobada en el movimiento MAGA (Make America Great Again) y que suele ser considerada como una corriente leal a su líder político. La vertiente trumpista, cada vez más poderosa, se desarrolla dentro del partido Republicano aunque excede sus márgenes y sus límites, para también incluir a organizaciones y militantes antisistema, ligados a la derecha radical y a entidades del nacionalismo extremo.
Que en las redes sociales y, directamente, en las filas del trumpismo comenzaran a leerse mensajes de “traición” en torno al viejo caudillo por romper una de sus más firmes promesas de campaña seguramente encendió varias señales de alerta. El remedio considerado fue la oportuna retracción de la Casa Blanca ante la guerra, sólo que presentada como un llamado a la paz, curiosamente, formulado sin el consenso real por parte de los actores directamente involucrados en el conflicto. Trump recuperó centralidad y generó un compás de tiempo favorable frente a las críticas internas.
Estará por verse en los próximos días y semanas si las bases electorales del trumpismo y, más ampliamente, del partido Republicano se dan por satisfechas con el retroceso del presidente quien, según el mandato de sus votantes, no debería distraerse en guerras tan alejadas de la realidad nacional y que, por ende, debería ocuparse en mejorar los números económicos de una gestión que todavía no empieza a despegar, generando una preocupación social cada vez más extendida.
Hace poco más de un mes, en el medio de un renovado conflicto territorial por la región de Cachemira, India y Pakistán se enfrentaron en un conflicto que amenazó con alterar el escenario político de Asia. Trump nuevamente se presentó como mediador y asumió que el precario alto el fuego finalmente alcanzado se debió a su decisiva intervención, un papel que fue cuestionado abiertamente por el gobierno indio, por cierto, uno de sus principales aliados en la región.
Posiblemente, la puesta en escena de Trump como mediador en crisis internacionales se ha convertido ya en todo un “modus operandi”, para consumo de sus seguidores y, todavía más, para desconcierto de sus oponentes. Todo sea para ganar el tan ansiado Premio Nobel de la Paz…
Cortesía de Página 12
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