Trump y su lejano precursor

Con la exaltación de la figura de William McKinley, presidente de Estados Unidos entre el 4 de marzo de 1897 y el 14 de septiembre de 1901, Donald Trump intenta encontrar en la historia política de Estados Unidos un antecedente universalmente aclamado de sus controvertidas políticas. McKinley murió asesinado, Trump se salvó milagrosamente de correr la misma suerte el 13 de julio del 2024 en Pensilvania. Pero a diferencia del neoyorquino, McKinley era un hombre de la clase política. Salvo por un corto período de dos años (1869-1871) cuando ejerció la abogacía, toda su vida transcurrió en el mundo de la política.

A los 33 años McKinley ingresa a la Cámara de Representantes por el partido Republicano. En 1890 propuso y logró que se le aprobara una ley mediante la cual se aumentaban los aranceles a las importaciones. Poco después sería elegido gobernador de Ohio y, en 1897, presidente de Estados Unidos. Fue durante su mandato cuando ese país se convirtió en una potencia de alcance mundial: logró la anexión de Hawái al hacerse cargo de la deuda de cuatro millones de dólares que tenía el gobierno local y el año siguiente aprovecha la derrota que los mambises cubanos le habían propinado al ejército español para involucrarse en la guerra de la independencia de Cuba y apoderarse de esa isla, Puerto Rico, Filipinas y Guam. El pretexto fue “brindar ayuda” a los patriotas cubanos, pese a que no la necesitaban. No obstante, para despojar a España de sus territorios, en el Caribe y en el Pacífico, Washington necesitaba entrar en esa guerra. 

Como los cubanos no pidieron su ayuda había que fraguar un incidente que enfureciera a la opinión pública estadounidense y justificara la intervención de Estados Unidos. El autoatentado del acorazado Maine, anclado en la bahía de La Habana para evacuar a los ciudadanos de aquel país, que misteriosamente voló por los aires el 15 de febrero de 1898, precipitó el ingreso de Estados Unidos a una guerra que ya había sido ganada por los cubanos pero que le fue arrebatada precisamente por McKinley. Fue bajo su presidencia que Estados Unidos pasó de ser una potencia regional en Centroamérica y el Caribe y comenzar a dar los primeros pasos en la construcción de un imperio global. 

Y es este hombre, McKinley, partidario de la guerra económica con sus aranceles; de la acción militar directa, como en el caso de la guerra contra España; o apelando al dinero para comprar una isla como Hawái quien no por casualidad ha sido exaltado por Trump en repetidas oportunidades. Fue aquél quien, habiendo derrotado a la monarquía española en Filipinas y Guam ordenó a los cartógrafos del Pentágono que incluyeran en sus mapas de Estados Unidos a esas dos lejanas islas del Pacífico.

Esta breve semblanza permite descifrar y situar en perspectiva algunas iniciativas de Trump. Por ejemplo, ordenar el cambio de nombre del Golfo de México y rebautizarlo como Golfo de América. Su ciega confianza en los aranceles a las importaciones tiene su más notable antecedente en McKinley, sólo que en una economía mundial tan interconectada como la actual esa política está condenada a un rotundo fracaso, que el propio Trump pagará muy caro. Como inescrupuloso empresario cree que todo tiene precio, que cualquier cosa se puede comprar o vender. El patriotismo, el honor o la dignidad son palabras sin sentido para el magnate. 

Si McKinley adquirió Hawái, ¿por qué no hacer lo propio con Groenlandia, sobre todo cuando Dinamarca y los gobiernos europeos hacen gala de una escandalosa apatía ante el exabrupto de Trump? ¿Por qué no utilizar el chantaje económico para convertir a Canadá en el estado número 51 de Estados Unidos? Y aunque por ahora no habría necesidad de un autoatentado -versión actual del Maine- las mentiras, fake news y la cobardía o pasividad de muchos políticos pueden surtir el mismo efecto. Si George Bush convenció al mundo de que había “armas de destrucción masiva en Irak”, lo cual era ostensiblemente una falsedad, ¿por qué el poderoso aparato mediático que a escala global controla Estados Unidos no sería capaz de engañar a medio mundo cuando se propala una mentira tan escandalosa como “la presencia de soldados chinos en el Canal de Panamá”, o que su administración está a cargo, subrepticiamente, del Partido Comunista de China? ¿O convencer a la opinión pública mundial de que alguien que ingrese ilegalmente a Estados Unidos es un criminal, como lo afirmara el mentiroso serial de Marco Rubio?

Más allá de estos paralelismos, lo cierto es que con sus bravuconadas y contradicciones Trump representa un peligro para la convivencia internacional y un retorno a la fase más brutal y descarada del imperialismo. Aquellas almas candorosas que pensaban que éste había desaparecido al ser reemplazado por una benévola globalización hacen ahora mutis por el foro. El imperialismo existe, y seguirá generando dolor y muerte por doquier, destruyendo el medio ambiente, propiciando guerras y sembrando pobreza a manos llenas. La ilusoria tentativa de Trump de resucitar al unipolarismo estadounidense, o la “American superiority”, es un capítulo cerrado bajo siete llaves por la historia de un sistema internacional cuya arquitectura actual se ha modificado radical e irreversiblemente en dirección a una configuración de poder multipolar, cuya gravitación crece día a día.

Cortesía de Página 12



Dejanos un comentario: