Un gato no es un perro: el gran error que cometemos al entender a nuestros felinos

El gato doméstico, esa criatura tan elegante como enigmática, ha fascinado a la humanidad desde su domesticación hace miles de años. Su porte, su independencia y sus comportamientos muchas veces desconcertantes han hecho de ellos animales de compañía amados, pero también incomprendidos. Es probable que cualquier dueño de un gato haya tenido momentos de duda sobre cómo tratar o entender a su compañero felino, y no es de extrañar: los gatos no son simplemente “pequeños perros”, como nos recuerda con contundencia Santiago García Caraballo en su reciente libro Cómo tener un gato y no tirarlo por la ventana, recientemente publicado por Pinolia. Comprender a estos animales implica sumergirse en un mundo de biología, historia evolutiva y comportamiento instintivo.

Uno de los errores más comunes que cometemos los humanos al interactuar con los gatos es intentar imponerles disciplinas o estrategias de enseñanza que funcionan con otros animales, como los perros. Esta confusión se debe a nuestras propias tendencias sociales, pero, como explica García Caraballo, los gatos y los perros son especies que han evolucionado de manera diametralmente opuesta. Mientras que los perros provienen de ancestros sociales como los lobos, los gatos tienen raíces en el gato salvaje norteafricano, un cazador solitario por excelencia. Esto significa que los gatos carecen de la noción de jerarquías o liderazgo grupal, conceptos que son centrales en el comportamiento canino.

Para los gatos, convivir con nosotros no significa someterse a nuestra autoridad, sino compartir un espacio donde encuentran comodidad y seguridad. Esta diferencia fundamental de visión puede explicar por qué castigar a un gato, lejos de modificar su conducta, solo logra aumentar su estrés, empeorando la situación. La convivencia con un gato exige entender esta autonomía inherente y respetarla, lo que plantea un desafío fascinante para los amantes de estos animales.

Una de las mayores fuentes de frustración para los propietarios de gatos son los comportamientos aparentemente “indeseables”: marcaje excesivo, vocalizaciones continuas o agresividad inesperada. Estos comportamientos, según explica el autor, suelen estar vinculados al estrés. Los gatos son animales sensibles, y cualquier cambio en su entorno, por pequeño que parezca, puede desencadenar una respuesta de ansiedad. En estos casos, es fundamental abordar la situación desde una perspectiva empática y comprensiva, evitando a toda costa recurrir al castigo.

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Los gatos conservan su instinto cazador, incluso en el entorno doméstico. Foto: Istock

Es aquí donde “Cómo tener un gato y no tirarlo por la ventana” se convierte en una herramienta imprescindible. El libro no solo ofrece explicaciones detalladas sobre el origen de estos comportamientos, sino que también proporciona soluciones prácticas para manejarlos de forma efectiva, siempre respetando la naturaleza del animal.

Si alguna vez te has preguntado por qué tu gato insiste en trepar por los muebles, rechaza el alimento que tanto esfuerzo te costó seleccionar o araña tu sofá favorito, este libro es para ti. A través de un estilo ameno y lleno de humor, Santiago García Caraballo te invita a adentrarte en el fascinante universo de los gatos, un mundo donde la biología, la etología y la convivencia humana se entrelazan. No te pierdas el extracto exclusivo que compartimos a continuación, un vistazo único al contenido de esta obra que promete cambiar la forma en que entendemos a nuestros compañeros felinos.

Un gato no es un perro, escrito por Santiago García Caraballo

Parecería una obviedad, pero no lo es. A diario, en la consulta, y ante el desconcierto de muchos propietarios frente a los comportamientos molestos e inexplicables de algunos gatos, es una frase que a menudo me veo obligado a repetir: un gato no es un perro. Con ellos no valen los castigos ni la disciplina que nuestro instinto social considera —craso error— lo más adecuado para educar a un gato.

Los perros, herederos directos de su antepasado salvaje, el lobo, son animales sociales al igual que nosotros y, de la misma manera, admiten el liderazgo, el sometimiento por parte de otros miembros del grupo. El agriotipo de los gatos es el Felis lybica o gato salvaje norteafricano, un cazador solitario y territorial, cuyos instintos han sido modificados en parte por la domesticación, aunque sin desaparecer del todo, lo que conduce a que, en situaciones de estrés, vuelvan a aflorar para nuestro desconcierto.

El gato no «sabe» lo que es una manada ni, por tanto, un líder que lo someta a la disciplina del grupo. Mientras que un perro díscolo puede admitir que el jefe de la manada (seamos nosotros o el macho alfa) le ponga en su sitio, un gato difícilmente entenderá que nadie le dé órdenes y menos aún que lo castigue.

Los gatos viven con nosotros porque se sienten bien. Tienen menos conflictos con las personas que con otros gatos, porque no competimos con ellos por la comida, la pareja o el lugar de descanso. Comparten nuestra casa, pero no admiten nuestra jefatura, al igual que un grupo de estudiantes convive bajo el mismo techo, en situación de igualdad. Como dice un amigo mío con cierta ironía: «La casa es del gato, yo me limito a pagar la hipoteca». Para un gato un castigo no es disciplina: es una agresión, y como tal reaccionará a su vez escondiéndose o huyendo, cuando no defendiéndose.

Anatomía: un animal evolucionado para la caza

Los felinos han evolucionado durante millones de años para ser unos perfectos cazadores, ya sean tigres, leones… o nuestros humildes gatos. Todo en su anatomía está enfocado para la caza: desde un cuerpo ágil, a unas garras que sujeten a su presa con firmeza o una boca capaz de matar. Sin olvidar unos sentidos muy aguzados, un instinto agresivo o la fortaleza necesaria, porque en la caza el felino se la juega. No es lo mismo un león capaz de derribar a un búfalo, un guepardo que corra más rápido que las gacelas o un gato más listo que los ratones. Pero, una vez abatida su presa, los felinos se la comen, que para eso la han cazado, aunque no siempre tienen éxito.

Recuerdo una frase de Félix Rodríguez de la Fuente aplicada en este caso a los linces: «La vida del cazador es la vida del muerto de hambre. Por cada diez veces que un lince ataca a un conejo, se le escapan nueve». Esto nos lleva a lo que se conoce como índice de apetencia. Un leopardo podrá cazar una liebre, pero la carne obtenida apenas compensará el trabajo que le supone atraparla. Para él será más rentable el esfuerzo de cazar una gacela, que va a proporcionarle mucha más carne, es decir, más proteínas.

La biología y el pasado evolutivo explican muchas de las actitudes de nuestros compañeros felinos. Foto: Istock

Los leones, que comen en compañía, preferirán presas más grandes como ñus o cebras, por la misma razón: la recompensa compensará el esfuerzo. En todos los predadores —osos, lobos, grandes y pequeños felinos— existe una proporción, un índice de apetencia entre el peso del cazador y la cantidad de carne conseguida. Así, un felino intermedio como el lince, de peso medio entre quince y dieciocho kilos, va a preferir cazar conejos en vez de ratones, aunque esa especialización les haya supuesto malas jugadas en esas épocas en que enfermedades muy contagiosas y de alta mortalidad como la mixomatosis han llegado a diezmar la población de conejos y, con ello, comprometer la supervivencia del felino. Las exitosas campañas de protección para favorecer la población del lince ibérico han incluido repoblar de conejos zonas de donde habían desaparecido para proporcionarle alimento.

En el caso que nos ocupa, el de los pequeños felinos, de un peso entre los tres y los seis kilos, el índice de apetencia los ha llevado a seleccionar presas pequeñas como los ratones, de un peso aproximado de treinta gramos. En los predadores existe un método diferente en cuanto a la forma de matar a sus presas. En los grandes felinos (tigres, leones, pumas, panteras…) el sistema es asfixiarlas, bien mordiéndolas en la tráquea, bien cerrando su boca y hocico con sus fauces. La presa, un herbívoro grande, se debatirá durante unos pocos minutos hasta acabar sucumbiendo, pero salvo alguna patada accidental o alguna cornada, el cazador no debe temer otro tipo de defensa.

Por el contrario, en los felinos pequeños, y aunque puedan cazar aves y reptiles, la presa favorita son los roedores. Pero deben ser muy rápidos porque incluso un ratón —no hablemos ya de ratas o ardillas, mejor armadas— posee unos incisivos de casi un centímetro con los que puede infligir heridas graves a sus cazadores. Aquí no vale esperar unos minutos hasta que se asfixie, porque incluso en pocos segundos un roedor podría provocar serias lesiones con sus mordeduras a un pequeño felino. El método es clavar los colmillos entre sus vértebras cervicales, una suerte de descabello, y de esa forma liquidarlo lo más rápidamente posible al seccionar la médula espinal, evitando reacciones de defensa.

Por esta peculiar forma de matar a sus presas se produce una paradoja que encontramos a menudo al examinar la boca de los gatos machos: muchas veces sus colmillos están partidos, a consecuencia de las peleas entre ellos, cuya piel —sobre todo en los callejeros— es bastante gruesa y resistente, al punto de que a la hora de ponerles una inyección en la clínica, incluso se nos doblan las agujas hipodérmicas.

Los colmillos de los grandes felinos son gruesos y robustos como corresponde a cazadores de grandes presas, mientras que los de los pequeños felinos son bastante más finos, como estiletes, necesarios para que penetren entre las vértebras cervicales. Muy eficaces para cazar, pero insuficientes para las peleas entre machos. La paradoja es que mientras la boca de todos los felinos pequeños ha evolucionado para cazar roedores, cosa que en la naturaleza deben hacer a diario y varias veces (un mínimo de tres a seis ratones al día) no todos se pelean. Por esta vez, los pendencieros machos han salido perdiendo.

Lo que está claro es que por cada fallo que cometa el cazador estará cada vez más hambriento (¿recordáis lo que decía Rodríguez de la Fuente de que la vida del cazador es la vida del muerto de hambre?), lo que le obliga a aguzar cada vez más sus instintos para sobrevivir. Si a la primera no hubo suerte ya la habrá a la segunda, y si fallase esta, lo tendrá que intentar de nuevo, todo antes de morirse de hambre. Pero vamos a suponer que por fin ha tenido éxito, y aquí entra en escena su aparato digestivo.

Los felinos tienen un intestino delgado más corto que el resto de los mamíferos, incluso que el de otros carnívoros como los cánidos, al estar evolucionados para digerir solo carne, y no los más trabajosos hidratos de carbono, porque los felinos son carnívoros estrictos. Podrán masticar a veces algún vegetal o una pequeña parte del contenido gástrico de sus presas —herbívoras— pero, por más que a algunos cuidadores les gustaría, no se les puede convertir en veganos de un día para otro tras los miles de años de evolución que han necesitado para adaptar su intestino a una dieta basada en carne. No es un problema de gustos ni de teorías disparatadas, es biología. Es como si a nosotros nos diese por comer madera: por mucho que nos empeñásemos en decir que es muy sano y natural, carecemos en nuestra microbiota intestinal —ese kilogramo de microorganismos que nos acompañan en nuestro aparato digestivo— de las bacterias imprescindibles para procesar la lignina y la celulosa, componentes de la madera. Ni somos termitas ni los gatos son vacas. Son, sencillamente, gatos.

Otro factor necesario para la caza es el de contar con un sistema nervioso capaz de proporcionarle unos reflejos rapidísimos. De nada valdrán sus garras y colmillos si al final el felino es un animal torpe, un cazador lento. El gato debe procesar en centésimas de segundo la detección de un ratón (aunque, una vez localizado, lo aceche durante horas) y en las mismas centésimas ser capaz de reaccionar dando un salto agilísimo antes que su no menos ágil presa tenga oportunidad de escapar, sea esta una paloma que ha emprendido el vuelo al verle, una ardilla que trepe a un árbol o un ratón escondiéndose en la madriguera. La velocidad es la mejor baza para su éxito como cazador.

Para los gatos, la independencia y la autonomía son fundamentales en su relación con los humanos. Foto: Istock

Biología: unos sentidos muy desarrollados

Otra de las cosas imprescindibles para ser eficaces cazadores es contar con unos buenos sentidos, principalmente los enfocados a la caza: un oído finísimo, un olfato excepcional y una vista prodigiosa. El oído es necesario para captar esos sutiles sonidos emitidos por los roedores cuando se mueven o comen, imperceptibles para una escala auditiva como la nuestra, pero con los que el gato es capaz de escuchar la presencia de los ratones, incluso cuando se mueven por debajo del suelo.

No hay más que ver cómo los gatos en el momento de acechar orientan sus pabellones auditivos cual antenas parabólicas, centrando la fuente de tan leves sonidos. El olfato, por otra parte, no tiene la agudeza de la que gozan los cánidos, auténticos especialistas en seguir rastros, pero también los ayuda en el acecho.

Pero si hay un sentido que destaca entre todos es el de la vista. Su característica pupila vertical ya nos está diciendo que es una adaptación a las condiciones de escasa o escasísima luz que apenas parece importarles. En condiciones de casi total oscuridad, los gatos son capaces de ver a sus presas con una agudeza tal que, si acaso, solo las rapaces nocturnas pueden igualarles. Y aunque los gatos no sean estrictamente animales de la noche, sus pupilas se adaptan, contrayéndose o dilatándose, a cualquier condición luminosa.

Los gatos no ven en colores, capacidad reservada a las aves diurnas, algunos roedores como las ardillas o algunos primates, entre los que nos incluimos los seres humanos, pero lo cierto es que les da igual: lo que les interesa es ver bien, y punto. Si a eso sumamos su visión estereoscópica por los ojos situados en el plano frontal, ya serán capaces de averiguar la distancia exacta y el ángulo donde ubicarse para el ataque final a sus presas.

Comportamientos primarios: caza, defensa del territorio y búsqueda de pareja

Ya hemos visto lo importante que es para los gatos ser excelentes cazadores, y de ello depende su supervivencia. Pero para cazar necesitan un área donde encontrar sus presas, y van a defender ese territorio que necesitan conocer al dedillo (cada roca, cada planta, cada agujero) frente a otros competidores. Si ese territorio además es bueno, abundante en presas, será un foco de atracción para futuras parejas que verán al dueño como un «partido interesante» y como una zona ideal para sacar adelante a su prole.

Todos los cazadores (las manadas de lobos, de leones o los solitarios leopardos, entre otros) son territoriales, y procuran ahuyentar a otros de su especie que se atrevan a invadir su zona. La defensa del territorio no se realiza solo mediante agresiones directas, aunque llegado el caso también. Pero, como ya hemos visto, en el caso de unos animales tan ágiles y tan bien armados como los felinos, si se produce un combate cuerpo a cuerpo, hasta el vencedor puede resultar seriamente herido. Hay muchos vídeos que podemos ver en YouTube de peleas vertiginosas entre leones o leopardos, y las escenas son estremecedoras.

Adaptar nuestro enfoque a la naturaleza de los gatos es esencial para una convivencia armoniosa. Foto: Istock

Pero la siempre sabia naturaleza intenta evitar los riesgos que suponen para una especie los derramamientos inútiles de sangre. Si al final hay que luchar, se luchará, pero para evitar las peleas existen otras variables, avisando de su presencia. Los lobos aúllan, los leones rugen y todos ellos marcan el territorio con orina, heces o frotamientos con los que dejar su olor.

Salvo en el periodo de celo, que dura unos pocos días, los felinos no tienen la menor intención de verle la cara a sus congéneres con el fin de evitar conflictos, porque hasta durante la cópula se intercambian algún mordisco que otro, y para ello dejan marcas que, mediante el olfato, avisan a los competidores de que ese territorio ya tiene dueño. Esas marcas informan de la edad, el sexo, la disposición sexual e, incluso, —por la intensidad del olor— cuánto tiempo hace que se depositaron la orina o las heces en cuestión. Podría parecernos complejo, pero es como si nosotros colgamos una foto con una fecha en un tablón de anuncios: cualquiera puede ver inmediatamente si se trata de un hombre o una mujer, la edad aproximada, la predisposición —sonrisas, buen estado de salud— y cuánto tiempo hace que se puso la foto en cuestión. Y aquí aparece una de las claves de este libro, los marcajes excesivos en una casa.

Para nosotros no hay misterio: sabemos cuántos gatos tenemos, su edad, si son machos o hembras y, en el caso de que no estén castrados, si están en celo o no. Pero un gato in-door nunca sabe si en algún momento aparecerá otro rival y necesita, a su manera, aclarar quién es el dueño. Habitualmente el gato hará sus deposiciones en la bandeja sanitaria que ponemos a su disposición, pero cuando hace su aparición el estrés, y los gatos se estresan con facilidad como veremos, nuestros felinos necesitan reafirmar que ellos ya estaban ahí aumentando sus marcajes: orina o heces fuera de la bandeja, frotamientos excesivos para dejar su olor o arañazos en los muebles, con tremendo disgusto de sus atribulados cuidadores. Si, para colmo, llevados por la santa ira, les gritan o peor aún, les castigan físicamente, van a conseguir precisamente lo contrario. El gato no entiende esa agresividad, aumentará su estrés y con ello los marcajes, en un círculo vicioso.

Cómo tener un gato y no tirarlo por la ventana
Cómo tener un gato y no tirarlo por la ventana. 21,95€

Cortesía de Muy Interesante



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