
Hay quienes, al asumir una nueva posición o lanzar un proyecto, creen que el éxito depende de repetir su vieja receta. Llegan con su gente, sus procesos y sus proveedores; no escuchan, no observan o, simplemente, no se adaptan. Y cuando el entorno no encaja con su manual, lo descartan. Lo que olvidan es que un negocio no se transforma imponiendo; se transforma entendiendo.
Lo viví de cerca. Todo iba bien… hasta que llegó Carlos. Fue una de esas reestructuras que nadie entiende, pero todos acatan. Dos compañías que antes eran una, ahora divididas. Y con la división, como siempre, llegaron los nuevos jefes.
A mí me tocó quedarme en una de las dos. También me tocó ayudar al nuevo director a hacer la transición en la otra; desde escuchar, explicarle y presentarle al equipo; hasta contarle cómo funcionaban las cosas. La primera semana fue de apertura. Me preguntaba, tomaba notas, parecía dispuesto a entender. Pensé: “va bien, está tomando el tiempo para leer el terreno”.
Pero en la segunda semana llegó con su plan: “te presento estos CVs”, me dijo. “Son cracks. Aviones. Este lo tengo que poner en ventas. Y este en marketing. Y esta en finanzas. Los necesito acá”. Le pregunté: “¿por qué, si el equipo actual funciona? Esa jefa de ventas está creciendo. Está dando resultados. ¿Para qué traer a alguien más?”
Su respuesta fue tan automática como alarmante: “porque este es mi equipo”.
No lo dijo con malicia ni con soberbia. Lo dijo convencido de que eso era lo correcto. Porque así se hace y porque en su cabeza, liderar es llegar con los tuyos. Y ahí empezó la demolición silenciosa.
Semana a semana, Carlos fue trayendo a su gente. Cuestionó a los proveedores, no por sus resultados, sino porque “yo tengo los míos”. Cambió procesos no porque no sirvieran, sino porque “así los hacíamos en mi empresa anterior”. Desplazó talento interno sin escuchar. Cerró la puerta a ideas nuevas porque las viejas -las suyas- eran ley.
Di mi punto de vista. Le dije: “si cambias todo sin escuchar, no estás liderando. Estás imponiendo” Pero no era mi decisión ni mi compañía, así que me fui. ¿Lo peor? A los seis meses, él también se fue. Se lo llevó una “mejor oportunidad”. Y sí, también se llevó a los suyos (otra vez) y no me sorprendió, porque esto pasa todo el tiempo.
Un nuevo líder llega y en lugar de observar, escuchar y construir con lo que hay, importa a su equipo, su grupo, sus amigos, sus “cracks”. Como si el talento tuviera pasaporte, como si una cultura se pudiera empacar en una maleta.
Y te digo algo incómodo, pero real: eso no es estrategia. Es inseguridad disfrazada de estilo con gente que no te rete, que ya te conoce. Es buscar control, no impacto.
El líder impostor no construye equipos, los arrastra consigo, como si fueran parte de su mochila, no de su misión. ¿Y el daño? No se ve en el Excel. No aparece en el reporte semanal. Pero está. En la desmotivación de quienes sí creían. En los que estaban creciendo y fueron desplazados. En los que se preguntan: “¿de qué sirve darlo todo si, al final, va a traer a los suyos?”.
¿Qué hace un verdadero líder de impacto?
- Llega con humildad. No con fórmulas enlatadas ni un ejército personal. Escucha, entiende, valida lo que ya funciona.
- Evalúa con criterio, no con apellidos. No todos los cracks vienen de su WhatsApp.
- Construye comunidad, no dependencia. El equipo no es una herencia que cargas. Es una apuesta que haces en cada nuevo lugar.
Un líder impostor llega con su gente. Un líder de impacto llega para hacer crecer a la que ya está. Si acabas de asumir una nueva posición y estás pensando en traer a “los tuyos”, hazte esta pregunta incómoda: ¿vas a liderar, o solo vienes a repetir tu fórmula con otros nombres?
Porque liderar no es cargar gente, es desarrollar sistemas que funcionen sin ti. Es dejar una huella, no una dependencia. Hoy más que nunca necesitamos líderes incómodos. Los que llegan a sumar, no a imponer. Los que se ganan el respeto, no lo traen ya empaquetado.
Soy Mario Elsner, y creo que un verdadero líder no se mide por cuántos lo siguen… sino por cuántos crecen cuando él ya no está.
Cortesía de El Economista
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