Por Argenis Esquipulas
En el marco de su visita apostólica a México en febrero de 2016, el Papa Francisco protagonizó uno de los momentos más conmovedores de su pontificado con su paso por el estado de Chiapas, una región profundamente marcada por la riqueza cultural de sus pueblos originarios y, al mismo tiempo, por siglos de olvido e injusticia. Su presencia en San Cristóbal de las Casas el 15 de febrero no fue simplemente un acto protocolario más, sino un poderoso gesto de reconciliación, justicia y fe viva que dejó una huella imborrable en la historia reciente de la Iglesia y del país.
La visita del Santo Padre a Chiapas tuvo un profundo simbolismo. En tierra de luchas indígenas y tensiones históricas, Francisco llegó con una actitud de humildad, dispuesto a escuchar y a tender puentes. Desde el primer momento, el Papa mostró que su intención no era únicamente hablar, sino también acoger y pedir perdón. Durante la misa celebrada en San Cristóbal de las Casas —una ceremonia profundamente emotiva—, Francisco se dirigió a las comunidades indígenas en un tono claro y sincero: “Muchas veces, de modo sistemático y estructural, sus pueblos han sido incomprendidos y excluidos de la sociedad. Algunos han considerado inferiores sus valores, sus culturas y sus tradiciones”.
Fue en ese contexto que el Papa hizo un gesto que resonó como un acto de justicia largamente esperado: autorizó el uso oficial de las lenguas indígenas en las celebraciones litúrgicas. La misa fue celebrada en tzotzil, tzeltal y chol, lenguas mayas que, por siglos, habían sido relegadas al margen de la vida religiosa institucional. Con ello, Francisco no solo reconoció la dignidad de estas culturas, sino que también revitalizó una Iglesia que se esfuerza por ser verdaderamente católica: universal, abierta y plural.
Uno de los momentos más significativos del discurso papal fue cuando pidió perdón por los abusos cometidos históricamente contra los pueblos indígenas. “El mundo de hoy, despojado por una mentalidad que privilegia la utilidad frente a lo sagrado, necesita del testimonio de los pueblos originarios”, afirmó. Este acto de contrición no fue simbólico, sino un gesto cargado de contenido político, teológico y pastoral. Fue una admisión valiente que apuntó al corazón de una deuda histórica.
La figura del obispo Samuel Ruiz García, quien dedicó su vida a la defensa de los pueblos indígenas en Chiapas y fue criticado por sectores conservadores de la Iglesia, estuvo presente simbólicamente durante toda la jornada. Al rendir homenaje a su legado, Francisco retomó esa línea pastoral de cercanía y compromiso con los marginados.
La visita papal no se limitó a Chiapas. En su paso por Michoacán, Francisco sostuvo un emotivo encuentro con miles de jóvenes, a quienes les habló con claridad sobre los desafíos que enfrentan: la violencia, la falta de oportunidades, el desencanto. Pero también les ofreció un mensaje de esperanza: “Jesús nunca nos invitaría a ser sicarios, sino discípulos”, dijo, con una contundencia que sacudió conciencias.
En todo momento, el Papa subrayó la importancia de la familia como célula básica de la sociedad, alertando sobre su creciente fragilidad en el mundo contemporáneo. A través de sus palabras y gestos, propuso un camino de reencuentro: con la fe, con la cultura, con los valores comunitarios y con la dignidad de toda persona.
La visita del Papa Francisco a México, y en particular a Chiapas, fue mucho más que un recorrido diplomático. Fue un acto pastoral profundo, un gesto de amor y de valentía que sembró semillas de paz, de reconciliación y de unidad. Al poner en el centro a los olvidados, al hablar en lenguas ancestrales, al pedir perdón por las heridas abiertas, Francisco no solo revitalizó el espíritu de muchos creyentes, sino que también ofreció al mundo un ejemplo de lo que puede ser una Iglesia viva, coherente y profundamente humana.
Hoy, casi una década después, las palabras y acciones del Papa resuenan con fuerza en el corazón del México indígena. Su visita sigue siendo recordada como un llamado a la justicia, a la inclusión y al respeto mutuo. Un viaje de fe, sí, pero también un paso firme hacia la reconciliación que aún sigue su camino.
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