Un violín, una orquesta y una noche de comunión extraordinaria en el Colón

Con un programa que reunió obras originales para esa formación con eficaces adaptaciones, la Orquesta de Cámara del Concertgebouw se presentó en el Teatro Colón de la mano del Mozarteum Argentino, con la violinista alemana Antje Weithaas, como solista y directora invitada. Se puede afirmar que la calidad musical se ve desde el armado de un programa, y en este sentido el ensamble neerlandés no fue la excepción.

La primera parte unió dos creaciones que tienen en común el anacronismo, ya que ninguna pertenece completamente en su estética a la época en la que fue creada. De los tiempos de Holberg: suite en el estilo antiguo, fue el homenaje de Edvard Grieg a su compatriota, el dramaturgo Ludvig Holberg, nacido 200 años antes.

La evocación de la música del siglo XVII no pretende ser fiel, sino que se inspira en sus atmósferas a través de la forma, una sucesión de danzas precedidas por un preludio. Liderada por su concertino, el joven Alessandro Di Giacomo, la Orquesta ofreció una versión fresca y exquisita, con una articulación muy cuidada y los cambios de sonoridad que el autor propone al variar la distribución de las cuerdas.

Considerada una de las mejores docentes del mundo y una intérprete de un inusual refinamiento, la alemana Antje Weithaas se sumó para ofrecer el Concierto para violín y orquesta de cuerdas en re menor que Felix Mendelssohn escribió a los 12 años. Cada uno de sus tres movimientos parece anclarse en una estética diferente, desde el Sturm und Drang hasta cierto aire rossiniano, pasando por la transición entre el clasicismo y el romanticismo.

La comunión entre Weithaas y el ensamble fue extraordinaria desde el primer compás (ella tocó también en los tutti), y su sonido resultó brillante sin ser ampuloso.

Dos mujeres fueron la clave para la creación de la Tzigane de Maurice Ravel, una de las mayores creaciones del siglo XX para el violín: la húngara Jelly D’Arányi, que la inspiró y estrenó, y la francesa Hélène Jourdan-Morhange, amiga del compositor, quien lo asesoró (antes de acometer la escritura Ravel le envió un telegrama en el que le pedía ir a su casa rápido y llevar los Caprichos de Paganini).

Como intérprete extraordinaria de nuestro tiempo, Antje Weithaas tomó la antorcha de sus predecesoras para llevar esta rapsodia de concierto a una altura difícil de superar. Claramente su sonido necesitó ser más robusto que en Mendelssohn, y su rango dinámico fue todavía más amplio (desde armónicos casi imperceptibles hasta notas en el fortissimo más vehemente), para poner de relieve toda la gama de recursos técnicos y musicales desplegada por Ravel en la soberbia cadenza inicial; a partir de la entrada de las cuerdas, la comunión fue total.

Cabe señalar que el arreglo de la Tzigane que la Orquesta interpretó, obra de Michael Waterman, funciona casi como una re-creación: la sonoridad que obtiene no busca imitar la versión original para violín y piano ni tampoco la posterior para violín y gran orquesta, sino establecer una nueva clase de diálogo entre solista y conjunto. Algo similar a lo que el mismo Ravel definía como el trabajo del orquestador: crear una atmósfera de sonido alrededor de las notas escritas.

Ovacionada, Weithaas se despidió con un fragmento vertido con sublime intensidad: el cuarto movimiento de la sonata op. 27 n° 2 de Eugène Ysaÿe.

La Sinfonía de cámara en do menor opus 110a de Shostakovich es el arreglo de Rudolf Barshai de su Cuarteto de cuerdas n° 8, escrito por aquél en solo tres días durante un viaje a la Alemania del Este e íntegramente estructurado en torno de su “firma musical”: las notas re-mi bemol-do-si, el acrónimo DSCH en la nomenclatura alemana.

A través de cinco movimientos sin interrupción, Shostakovich trazó un retrato de sí mismo y de su tiempo: no faltan su célebre sarcasmo, la danza macabra, el lamento interior y las referencias a músicas propias y ajenas. Con amplios recursos para dar vida a esta variedad de sonoridades y atmósferas, la versión de la Orquesta de Cámara del Concertgebouw puso de relieve cada una de las facetas de este trágico caleidoscopio.

El final tuvo dos obras fuera de programa. La primera (el último movimiento del Divertimento K. 136 de Mozart) resultó “refrescante” después del clima opresivo planteado por Shostakovich. Y, agradecidos por la ovación y emocionados por actuar en esa sala -tal como lo expresó Di Giacomo-, los músicos ofrecieron una transcripción del motete Locus iste de Anton Bruckner, cuyo trasfondo (su texto dice “Dios convirtió este lugar en un sacramento inestimable e irreprensible”) hizo de ese momento un verdadero símbolo de comunión y gratitud.

Ciclo Mozarteum Argentino

Intérpretes: Orquesta de Cámara del Concertgebouw Solista y directora invitada: Antje Weithaas (violín) Teatro: Colón, lunes 28 de julio.

Cortesía de Clarín



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