Una batalla tras otra, película que lee a la perfección los tiempos que corren

Hace mucho que el cine dejó de apasionarme. No es una confesión cualquiera: durante años fui la crítica de cine de este mismo diario. Algo pasó. Las películas dejaron de hablarme o yo me volví sorda. Ambas. Las películas se convirtieron en ruido de fondo, nada en qué involucrarme. Hasta ir al cine me resultaba pesado. Dos (¡o tres!) horas de anestesia. ¿Para qué? No necesito ir dormida por la vida. La fiaca que me da en cine de estos días, niños y niñas, sólo puedo compararla con la de la cruda: me duele la cabeza, ya no quiero nada, no lo vuelvo a hacer.

Las películas que se han estrenado desde la pandemia me resultan totalmente olvidables. ¿Cuáles se me han quedado en la memoria? Vidas pasadas, por ejemplo, o Tár. Poco más me viene a la cabeza, nada importante, nada que me explique la vida, me haga tener conversaciones profundas o entender algo del mundo o de mí misma. Ya me gustan más las series, pero esa es otra historia.

Abro con esta confesión de cinéfila amargada para explicar por qué Una batalla tras otra es una película importante para mí: me ha regresado la fe en el cine. Todavía hay algo que decir y se puede decir de forma divertida, apasionante y bella.

Me distraigo. Creo que lo que hace trascendente a una pieza de arte no sólo es lo que le diga a un espectador particular —aunque eso también es esencial: forjamos relaciones personales con el arte que nos gusta, por eso nos sentimos ofendidos cuando alguien ningunea nuestra película favorita. Decía el legendario crítico de cine Roger Ebert que nunca debes enamorarte de una persona a la que no le gusten las mismas películas que a ti porque con el tiempo vas a dejar de gustarle tú. No hay que ser tan infantil pero entiendo el sentimiento—, sino lo que dice de su tiempo.

Ninguna película de la última década entiende nuestro tiempo como Una batalla tras otra de Paul Thomas Anderson.

Les cuento rápidamente sobre la trama, pero les juro que no suelto spoilers. Decidí verla sin saber nada (mis únicas referencias fueron el respeto que le tengo a Anderson, un director que en general me gusta, y la carita de soldado de Leo Dicaprio en el póster) y el placer fue mayúsculo.

Todo empieza con un acto de subversión y violencia. Un grupo guerrillero, los French 75 (sí, como el cóctel francés), asalta un centro de detención de inmigrantes, libera a los cautivos y sabotea las instalaciones. Uno de los guerrilleros es Ghetto Pat (un Dicaprio que siempre parece tener la mente en otro lado), experto en explosivos. La líder es la fascinante Perfidia Beverly Hills (una Teyana Taylor como un huracán). En el asalto, Perfidia conoce al coronel Steven J. Lockjaw (Sean Penn), al que, digamos lo que es, asalta sexualmente. La relación entre Perfidia y Lockjaw será el detonante de la trama.

Todo esto suena como tu película promedio de intriga política, una adaptación más de una novela de Frederick Forsyth. Algo hay de eso, pero de inmediato el tono la separa de ese estilo. Ay, el tono, tan surrealista como una embarazada agotando una metralleta. Qué difícil mantener por todo lo alto ese tono de comedia/farsa/aventura/sátira política. En la trama hay subversión, claro, pero también comedia de situación, crítica social y una entrañable relación entre padre e hija. No se pierdan a Dicaprio mariguano, a Sean Penn peinándose con saliva y a Benicio del Toro como un maestro de karate que resulta un héroe que nunca, pero nunca, pierde la calma. Entra en escena un grupo secreto de hombres blancos, poderosos y racistas con el genial nombre de Los Aventureros de la Navidad. Un villancico suena de fondo para hacerlo más inquietante.

En estas épocas del Estados Unidos de Donald Trump en las que ser moreno y latinoamericano es suficiente para ser considerado criminal, Una batalla tras otra es una comedia que inhala y exhala el aire de los tiempos, en la mejor tradición de Doctor Strangelove de Stanley Kubrick o El gran dictador de Charlie Chaplin.

Estados Unidos pasa por una edad espeluznante: la era de los Charlie Kirk, los Stephen Miller, los mensajes racistas de Kristi Noem en la televisión abierta mexicana, y de impresentables como Nick Fuentes y Laura Loomer, extremistas de derecha que les hablan a los jóvenes estadounidenses (y cuyas palabras resuenan en una cantidad alarmante de esos jóvenes). Los Aventureros de la Navidad existen y están triunfando. Desde este lado de la frontera la resistencia debe ser la defensa de los migrantes latinoamericanos y el exigir firmeza de nuestra clase política ante el trumpismo y sus guerras comerciales e ideológicas. Trump es el bully hocicón de la primaria, pero resulta que no es un niño más de la clase sino el director y el dueño de la escuela. De terror.

La única manera de sobrellevar ese terror de la vida real es la sátira. Nada le molesta tanto a los dictadores como que nos burlemos de ellos, que somos lo bastante inmunes hacia sus mensajitos amedrentadores que reímos. La risa es dificilísima de controlar. Aunque intentes censurar a Jimmy Kimmel o amenaces a Jon Stewart, Stephen Colbert, Jimmy Fallon o The Onion, siempre habrá alguien que se reirá de ti, Donnie.

Regresemos a Una batalla tras otra. Cómo descifrar el método a esa locura de película; lo único que puedo decir es que ese circo no deja de tener más de tres pistas en sus casi tres horas de duración. El resultado es genial. Tan pocas películas justifican durar más de dos horas, Una batalla tras otra es una de ellas, una verdadera gloria de largometraje extragrande. Desde El lobo de Wall Street de Martin Scorsese no sentía volar tan rápido mi tiempo en la butaca. ¿Te quedas con gana de más? En mi opinión eso sería un defecto, como si se le hubiera descontrolado todo al director y ya no supiera cómo cerrar. Nada más lejos de Una batalla tras otra, el final es satisfactorio, perfecto. Anderson nunca pierde las riendas de su percherón.

No contaré más, sólo diré que si no saben qué esperar les digo: aviéntense como gorda en tobogán. Vale un millón de veces la pena. Nunca reír en la cara del poder fue tan divertido.

Cortesía de El Economista



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