Una noche en la ópera con Fito Páez y una filósofa punk

“¿Vos qué haces acá? -me increpó un señor en la entrada del Teatro- .Y le dije: ¿y vos? ¿qué haces acá? No te vi antes”, cuenta Fito Páez a la “filósofa punk” Esther Diaz, y los dos se ríen a carcajadas. El encuentro entre ambos se dio en un palco del Teatro Colón, en el estreno de la ópera Salomé con la puesta de Bárbara Lluch. Fito confiesa que quería conocer a Esther desde hace mucho tiempo, lector fiel de sus columnas en Las12, que la filósofa publicó entre marzo de 2020 a octubre de 2021, en el diario Página12.

Esther Díaz es doctora en filosofía, tiene más de 30 libros teóricos, uno de memorias (Filósofa punk), un libro de relatos eróticos (El hímen como obstáculo epistemológico), una película que narra su vida (Mujer nómade), otro con la compilación de sus columnas (Lengua de loca) y ahora Una filosofía de la vejez.

A sus 85 años, luce espléndida, irradia vitalidad: el cabello despeinado con arte, el delineado negro impecable y una presencia que combina elegancia, ironía y una energía indomable.

Fito Páez y Esther bromean sobre las barreras simbólicas entre el público y el Teatro Colón. “Al final -dice Fito- se trata de un edificio, de mármol y madera, y otras cosas”. El autor del El amor después del amor elogia la belleza de la acústica y cuenta que en el escenario no se escucha nada. Comenta sobre su última actuación en el Teatro en 2023, en el homenaje a Gerardo Gandini, colaborador de larga data, hizo arreglos de sus canciones, en particular se encargó de los arreglos orquestales para el debut del rosarino en el Teatro Colón en 1996 con la Camerata Bariloche. Luego vendría otra presentación, el 23 de octubre de 2021, para honrar los 70 años de Charly García.

Esther y Fito comparten las anécdotas de cuando los rockeros empezaron a ser parte de la programación del Teatro Colón y ellos fueron parte del público.

“Vine a escuchar a Memphis. Me impactó mucho el día porque era un día rockero. Las luces hacen milagros, convirtieron este lugar en un boliche bailable”, recuerda la filósofa a la que le prohibieron estudiar de chica porque era una actividad reservada para los hombres.

“Estuvimos en una cola por la calle Tucumán -sigue relatando- que no era la que nos correspondía. Y vos vieras cómo maltrataban a la gente. Claro, al menos en aquella época, los lacayos pensaban que también eran algo extraordinario porque trabajan en el Colón. Entonces, a los negros que veníamos a escuchar rock no nos daban bola. Hasta que me di cuenta que no entraban todos por el mismo lugar, fui con la entrada en la mano y dije: ‘Perdón, yo tengo palco’. Cuando le dije que tenía palco le cambió la cara al personal: ‘Ay, cómo no, señora’, dejó a toda la gente en la cola y me acompañó hasta el palco”.

Laura Novoa Esther Díaz  y Fito Páez, en el Colón. La ópera Laura Novoa Esther Díaz y Fito Páez, en el Colón. La ópera “Salomé” los deslumbró y los animó a la charla.

Locos por la música

Surgió un intercambio con Fito sobre el lenguaje musical de Strauss, que anticipa el atonalismo y expresionismo, y lo relacionamos con el presente musical y las renuncias a la armonía y la lírica, con una fuerte centralidad en lo rítmico.

“Estoy escribiendo un ensayo -dice Fito-, se llama ‘La música en tiempos de demencia masiva’, pero voy a esperar hasta el año que viene para publicarlo”. Mientras tanto, presentó un adelanto en Berklee College of Music y en la UCA. En esa oportunidad, expresó que “Es hora de resistir y nunca abandonar la lucha por los humanismos. Hacer, pensar y gozar. Todas estas acciones son obligatorias para quienes queremos vivir de una manera más amorosa. La música como arma contra todos los males de este mundo, la atesoraré siempre conmigo”.

Poco antes de que la orquesta terminara de afinar, se apagaran las luces y los intercambios se interrumpieran hasta el final de la ópera (Salomé dura un poco más de una hora y no tiene intervalos), Esther le contó a Fito que la primera vez que tuvo noticias del Teatro Colón fue a través de Fausto Criollo de Estanislao del Campo, un gaucho que viene a Buenos Aires y le llama la atención la larga fila de carruajes en la puerta del Teatro para ver la ópera Fausto de Gounod. El gaucho decide sacarse una entrada. El resultado es un texto es desopilante.

Terminó la ópera. Esther y Fito están subyugados con la puesta de Salomé, la música y la interpretación de la orquesta, es la primera vez que ambos asisten a una función de esta obra. Fito preguntó concretamente por el director, Philippe Auguin, le pareció magnífico.

“Me sale una palabra Nieztcheana que es ‘voluntad de poder’ -comenta Esther-, porque los que actúan demuestran una potencia realmente extraordinaria. De toda la historia, de todo lo que pasó, no puedo dejar de mirar como feminista de la actualidad que sigue siendo principalmente así. Es desesperante. Mirá los siglos que tiene esto, porque no son años, la historia tiene siglos, siempre el asunto de la mujer pecadora, siempre la que hace las cosas mal”.

Los intercambios se interrumpen con el desalojo del palco. “No queda nadie en el Teatro”, dice la acomodadora con una sonrisa amable. Antes de despedirnos, pedimos la única persona que quedaba en el palco vecino que nos sacara una foto a todos. Accedió amablemente, luego reconoció a Fito y se le iluminó la cara: “¡Fito! ¡Fito! Yo soy un diputado libertario pero te admiro, me encanta tu música. Sos un artista tan grande que con vos se disuelve cualquier grieta”.

“Salomé”, la ópera de Strauss en el Colón fue calificada como excelente por Clarín.

Y recordó que su primer emprendimiento como empresario fue vender shows en Mendoza, el primero fue justamente uno de Fito. “¡Vendimos 192 mil entradas!”, dijo con orgullo preciso el funcionario. El músico rosarino le estrechó la mano con una sonrisa, al mismo tiempo que no salía de su asombro.

La charla post ópera

Nos despedimos y con Esther nos fuimos a comer a Edelweiss, parte del folclore post ópera en el Colón, para intercambiar ideas sobre Salomé, donde también los comensales pueden darse el lujo de cruzarse con algunos de los artistas que acaban de actuar.

“Desde que vivía en Ituzaingó, siempre tuve ganas de venir al Colón. No tenía prejuicios. Al contrario, siempre tuve muchas ganas de venir. Mi familia era iletrada. En mi casa, naturalmente, se escuchaba tango. Yo me construí como intelectual, si hubiese seguido el mandato, sería como mis hermanas, un ama de casa jubilada”, cuenta Esther mientras esperamos la comida.

“Cuando empezaba la temporada de conciertos, me sacaba el abono”. Esther comenzó a estudiar filosofía a los 26 años, tenía dos hijos, se ganaba la vida como peluquera, y viajaba desde Ituzaingó para cursar en la Facultad de Filosofía y Letras.

“Bueno, basta, me dije un día. No puedo estar toda la vida frustrada y que me alcance la muerte en el camino. Me pongo a estudiar”, recuerda Esther.

La filósofa Esther Díaz y la periodista de Clarín Laura Novoa, en el estreno de La filósofa Esther Díaz y la periodista de Clarín Laura Novoa, en el estreno de “Salomé”. Luego una seria conversación sobre el Colón y la ópera. Foto: Juanjo Bruzza/Teatro Colón

-¿Cómo fue tu historia con el Teatro Colón?

-Cuando era estudiante le comenté a un compañero que iba a sacar entradas para el Colón, él era muy amigo del decano de la Facultad de Filosofía y Letras de ese entonces, y también se prendió con nosotros. Después de los conciertos volvía a Ituzaingó llena, llena, llena. Y recién muchos años después conocí la platea. Iba arriba que era mucho más barato.

Una vez, cuando vine con mi marido y lo chicos pequeños, había sacado cazuela, y cuando entramos nos dicen: “usted con la nena a la derecha. Y usted con el nene a la izquierda”. Y mi marido le dijo: ¿Cómo? ¿Hay discriminación? Terminamos todos en un palco. En esa época no se mezclaban hombres y mujeres, cazuela era para las mujeres y tertulia de pie para los hombres. Fue en los ’70. Pero durante los 90 todavía funcionaba así.

-¿Y cómo te sentías en ese ambiente? ¿Lo veías como un lugar conservador?

-No, ni sabía lo que quería decir la palabra conservador. El primer día que entré al Colón me sentí cómoda porque es tan, pero tan bello.

-¿Qué escena te gustó especialmente de la ópera de hoy?

-La escena final, que es horrorosa, pero se escucha una música bellísima. Ese contraste es inquietante. Como en (la película) La naranja mecánica, hay una violación con una música de Beethoven de fondo, y, sin embargo, la escena es bellísima.

“Salomé” tiene una puesta imponente y la Orquesta Estable del Colón y los cantantes se lucen.

Erotismo y deseo

-Salomé es una adolescente en plena efervescencia del deseo. ¿Recordás tu propio despertar del deseo?

Yo no conocía ni mi propia concha. No me masturbaba. No conocía una pija, sólo cuando me casé. Y fue espantoso porque nos casamos vírgenes, era el mandato sino las fauces del infierno nos iban a tragar. Teníamos una calentura loca.

Para mí fue terrible, ahora reconozco que tampoco tenía experiencia, y él nunca se había acostado con ninguna chica. Yo tenía 20 años recién cumplidos y él tenía 21. Entonces, no quise perder la virginidad en Buenos Aires. Nos fuimos a otro territorio, a la costa, creo que a San Clemente. Ay, qué vergüenza que me dio cuando se desvistió él, con la cosa así grandota, por poco me desmayo. ¡Qué susto!

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“Salomé”, en el Colón

-¿Cuándo empezaste a pasarla bien?

-A mis 40 años cuando empecé a coger con gente más chica.

-Lo primero que quiere saber Salomé sobre Juan es si es joven.

-¡Es verdad!.

-En la ópera, el erotismo es una forma de revelación. ¿Fuiste consciente de tu deseo cuando eras adolescente?

¡No, claro! Un día venía de danza, tenía 15 años, estudiaba baile español, estaba muy cansada, y me tenía que bañar. Entonces me empecé a bañar y ahí empezó un temblor, sin tocarme, me rozaba el agua. Es el día de hoy que puedo masturbarme sin tocarme. No entendía qué era, pero te das cuenta que te daba vergüenza, que era malo. Fue hermoso, pero me daba culpa.

Como en ese tiempo era muy católica, me rezaba un rosario completo y después me masturbaba. Hacía la penitencia antes porque después era un bajón. Y rezaba el rosario cada vez más rápido porque tenía una calentura tremenda. No lo podía hablar con nadie.

-Empezaste a hablar abiertamente del deseo femenino cuando casi nadie lo hacía. ¿Tuviste buena recepción?

Soy muy sexual, escribí muchos libros y escribo sobre la sexualidad. De hecho, elegí mi doctorado sobre Foucault. Pero, como hablábamos antes, sin conciencia de que era mi propia calentura la que me llevó incluso hasta la especialidad que tengo hoy. Si bien es cierto que soy filósofa en general, mi libro que salió ahora, Una filosofía de la vejez, comienza hablando de sexo. Me lo pidieron por una necesidad social, no se puede pensar que los viejos cogieran.

En esta versión de En esta versión de “Salomé”, ambientada en un estado fascista, la víctima se convierte en victimario. Foto: Juanjo Bruzza/Teatro Colón

Manipulación y abuso

-En esta versión de Salomé, la protagonista es una víctima del abuso y la manipulación. ¿Qué te provocó esa lectura?

-Me conmovió. Cuando me abusó un tipo, me gustaba lo que me hacía, pero me daba cuenta que era una invasión. No podía decir las palabras que se dicen hoy, que era un abuso, yo no sabía lo que era un abuso. Como no me dejaban estudiar porque tenía que viajar a capital sola, me propusieron estudiar lo que había en Ituzaingó, piano o dibujo. Y a cuatro cuadras de mi casa un tipo me estaba abusando.

-¿Cuántos años tenías?

-El tipo me abusó desde los 12 hasta los 14 años. La familia era pedófila. Me prestaban el piano para los días de práctica, el día que tenía clase estaba la profesora. Los otros días me abrían la puerta y me dejaban solita. A veces se abría una puerta, la familia tenía que entrar o salir y pasaba donde yo estaba tocando el piano. Y un día, se abrió la puerta, entró el más chico, él tenía 26 y yo 12 años, en vez de seguir como cada vez que pasaba, se apoyó en el piano y se puso a escucharme. Se vino encima, me abrazó, me agarró como una plumita y me tiró en un sillón que había atrás del piano. La familia dejó de pasar por esa habitación, eran todos cómplices. Nunca intentó violarme. Ni una palabra hablábamos, me abrazaba y me besaba en la boca. Me encantaban los besos. Nunca me habían besado.

-¿No le contaste a tus padres?

¡Me mataban!

-¿Hay algo pedagógico en poner tu cuerpo, en hablar así del deseo, la vejez, el sexo?

Sí, pero no lo hice como algo consciente. Igual, me escriben muchas mujeres agradeciéndome. Me cuentan que se animaron a vivir su deseo, incluso con tipos más jóvenes. Eso me da alegría: ver que algo del cuerpo, de la palabra, puede liberar a alguien.

Cortesía de Clarín



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