Durante siglos, la historia del origen de la Peste Negra se ha contado como una tragedia biológica sin precedentes: un brote de peste bubónica causado por la bacteria Yersinia pestis, que arrasó con hasta el 60% de la población europea entre 1347 y 1353. La narrativa tradicional apunta a un foco en Asia Central, seguido de una expansión a través de rutas comerciales hacia el Mediterráneo, con la llegada de barcos infectados al puerto de Messina, en Sicilia, como el punto de partida. Pero una nueva investigación interdisciplinar ha venido a cuestionar y enriquecer esta versión con un factor hasta ahora infravalorado: el clima.
Un estudio reciente publicado en Communications Earth & Environment por el historiador del clima Martin Bauch y el geógrafo Ulf Büntgen propone un escenario tan fascinante como aterrador. Según sus conclusiones, una serie de erupciones volcánicas, probablemente ocurridas en los trópicos hacia el año 1345, habrían desencadenado una reacción en cadena que terminó trayendo la peste a Europa. Un proceso que combina el poder descomunal de la naturaleza con las consecuencias imprevisibles del comercio global medieval.
Un volcán invisible y un cielo que oscureció Europa
No se conoce el nombre del volcán. Tampoco hay crónicas medievales que hablen de una erupción en 1345. Y sin embargo, las pruebas están ahí, escondidas en los anillos de los árboles y en los hielos perpetuos de Groenlandia y la Antártida. El análisis de estos registros naturales ha revelado un pico inusual de azufre en la atmósfera, una huella química que solo puede explicarse por una gran erupción volcánica. Los científicos calculan que la cantidad de azufre liberada en ese momento fue más del doble que la del Monte Pinatubo en 1991, uno de los eventos volcánicos más intensos del siglo XX.
Las consecuencias fueron inmediatas: un enfriamiento brusco del clima en Europa y un aumento de las precipitaciones. Las estaciones de cultivo se acortaron, las lluvias arrasaron campos y provocaron inundaciones, y las cosechas fracasaron una tras otra entre 1345 y 1347. Incluso los árboles dejaron constancia del desastre: los famosos “anillos azules” encontrados en los Pirineos, un fenómeno extremadamente raro que indica veranos excepcionalmente fríos y húmedos.
En paralelo, los registros administrativos y las crónicas de la época dan cuenta de una espiral de hambre en el sur de Europa. En Florencia, Siena, Génova o Venecia, el precio del grano se disparó, se multiplicaron los préstamos forzosos, y las autoridades emitieron órdenes desesperadas para importar cereales desde cualquier lugar posible. La seguridad alimentaria, un tema recurrente en la Italia comunal del siglo XIV, entró en estado de emergencia.

El regreso al Mar Negro: grano, paz y peste
Hasta ese momento, los grandes puertos italianos habían mantenido relaciones comerciales estables con el Mediterráneo oriental y el norte de África. Pero los graneros tradicionales —Sicilia, Cerdeña, Egipto— también sufrían los efectos del enfriamiento global. En 1347, empujados por la escasez, los mercaderes italianos reanudaron el comercio con los dominios de la Horda de Oro en torno al Mar de Azov, una región situada entre el Cáucaso y las estepas euroasiáticas. Hasta entonces, las relaciones con los mongoles habían estado interrumpidas por conflictos políticos y comerciales.
Esa decisión, aparentemente pragmática, pudo haber sido el error fatal. En las riberas del Mar Negro, donde se encontraba la ciudad de Tana, convivían humanos y roedores en entornos propicios para el desarrollo de Yersinia pestis. Los barcos que regresaron con grano desde esta región en el verano de 1347 llevaban algo más que alimento: también transportaban pulgas infectadas, camufladas entre sacos, roedores o simplemente alimentándose del polvo de cereal durante los viajes.
La conexión es casi quirúrgica. El patrón de propagación de la peste por los puertos italianos coincide con las fechas de llegada de los cargamentos de grano. Primero Venecia, luego Génova, Pisa, y poco después otras ciudades portuarias como Marsella o Mallorca. En menos de seis meses, la peste había saltado de ciudad en ciudad, siguiendo las rutas del trigo como una sombra mortífera.

¿Cómo pudo ocurrir esto?
El estudio no se limita a señalar una coincidencia. Lo fascinante es el retrato complejo de una sociedad medieval avanzada que, gracias a su sofisticado sistema logístico, fue capaz de evitar una hambruna masiva… pero terminó facilitando la entrada de una de las enfermedades más letales de la historia. El sistema funcionó demasiado bien. Y eso, en una época sin conocimientos de bacterias, vectores ni contagios, fue una trampa invisible.
La Peste Negra no fue solo una tragedia médica. Supuso un colapso demográfico, social y económico cuyas secuelas se prolongaron durante generaciones. Algunas ciudades perdieron más del 50% de sus habitantes. Se paralizaron guerras, se interrumpieron cosechas, se vaciaron pueblos enteros. En términos históricos, el impacto fue comparable al de una guerra mundial.
La investigación de Bauch y Büntgen demuestra que este episodio no puede entenderse sin una mirada ecológica. El cambio climático provocado por una erupción volcánica afectó a los cultivos, empujó a las ciudades a buscar nuevos mercados, reactivó rutas comerciales dormidas y, sin saberlo, abrió la puerta a una pandemia. Todo en apenas dos años.

La historia se repite, pero con nuevas amenazas
Más allá del pasado, el estudio lanza una advertencia inquietante sobre el presente. En un mundo globalizado y cada vez más interconectado, las pandemias no solo son posibles, sino que pueden propagarse con una rapidez sin precedentes. La COVID-19 ha demostrado que un virus puede recorrer el planeta en cuestión de semanas. Pero también ha puesto sobre la mesa una realidad que ya se intuía en el siglo XIV: el clima y la salud pública están íntimamente ligados.
Si en la Edad Media fue una erupción volcánica la que alteró los equilibrios ecológicos y sociales, hoy el calentamiento global representa una amenaza de proporciones similares. Cambios en la temperatura, en la disponibilidad de agua o en los ecosistemas animales pueden alterar los hábitats de reservorios zoonóticos y facilitar el salto de patógenos a los humanos.
El estudio sobre la Peste Negra no solo reescribe una página clave de la historia europea. También ofrece una lección sobre la fragilidad de nuestras sociedades frente a fuerzas que no controlamos. Lo que empezó como una nube invisible en algún rincón del mundo acabó cambiando el destino de un continente. Y lo hizo sin que nadie supiera que estaba ocurriendo.
Cortesía de Muy Interesante
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