
No es lo mismo nacer ciego que quedar ciego. El primero carga desde la infancia con un destino social marcado, convertido en símbolo de diferencia y, en muchos contextos, de sabiduría. El segundo vive la ruptura de una biografía visual: perder la vista es perder un modo de relación con el mundo que ya se conocía. En ambos casos, la ceguera no es solo condición fisiológica, sino trayectoria vital: identidad en el primero, transición dolorosa en el segundo. Esta distinción, a menudo borrada por el discurso médico o administrativo, ayuda a comprender que la ceguera es plural, que se vive y se significa de maneras distintas.
Durante siglos, la ceguera ha sido una de las formas más visibles de diferencia corporal. Visible no para quien la vive, sino para quienes pueden mirar. Estar permanentemente a la vista sin poder ver de vuelta es una paradoja que ha acompañado la historia de las personas ciegas desde mucho antes de que existieran los conceptos modernos de discapacidad o derechos humanos. Lejos de ser una simple pérdida sensorial, la ceguera ha constituido una forma de vida, una condición social, una identidad y, en muchos contextos, una organización colectiva. No es una enfermedad. No es un castigo.
La ceguera es una experiencia humana, simbólica y política. Una historia tejida por disputas, resignificaciones y apropiaciones. Una historia contada no solo desde el poder que observa, clasifica y asiste, sino desde las voces que han vivido la ceguera por dentro. Como recuerda Georgina Kleege, la experiencia de la ceguera no es una mera carencia visual, sino una forma de habitar el mundo desde otra lógica sensorial y social (Kleege, 1999).
A diferencia de los leprosos, los locos o los epilépticos, los ciegos no fueron históricamente excluidos ni segregados. En muchas sociedades tradicionales, fueron integrados como narradores, músicos, poetas o sabios. La ceguera, lejos de representar un peligro, evocaba fragilidad, intuición o profundidad. Tiresias en Grecia, Homero como poeta, los cantores ciegos del mundo islámico y africano, los relatores en pueblos mesoamericanos: todos ocupaban lugares visibles, funcionales, respetados.
Esa inclusión no era plena ni igualitaria. Pero era social. El ciego era guiado, sostenido, escuchado. No era aislado. Y en algunos casos, incluso protegido por la ley o mantenido por la comunidad. En la historia de la alteridad corporal, esta posición es excepcional: el ciego es uno de los primeros sujetos diferentes que recibe un lugar, no una reclusión.
Con el surgimiento de la medicina moderna, la ceguera comenzó a ser abordada como problema técnico. Se fundaron escuelas especiales, como la de Valentin Haüy y más tarde la de Louis Braille, se multiplicaron las instituciones de caridad, y se desplegaron políticas de corrección. Los ciegos pasaron de ser figuras sociales a ser objetos de intervención.
La invención del Braille fue un acto de emancipación dentro del encierro. Permitía leer, escribir, acceder al conocimiento. Pero también marcó el inicio de una separación: los ciegos debían ser educados en espacios aparte, tratados como excepciones, rehabilitados en nombre de la normalidad. Foucault mostró que los saberes que dicen cuidar también vigilan. La mirada médica transformó la ceguera en diagnóstico, la experiencia en deficiencia, y el cuerpo en archivo de desviaciones. El ciego se convirtió en paciente. Y más adelante, en usuario.
La historia de la ceguera refleja también la transición epidemiológica. Durante siglos, las infecciones fueron su rostro más común: el tracoma cegó a millones de personas en África, Asia y Medio Oriente, hasta el punto de merecer una estatua frente a la sede de la OMS en Ginebra, recordando a millones de adultos africanos afectados por esta infección (Taylor, 2008).
Hoy, las plagas ya no son microbianas, sino crónicas y degenerativas: la catarata, ligada al envejecimiento, y la retinopatía diabética, asociada al cambio en los estilos de vida y a la expansión global de la diabetes. Ambas, si no son tratadas a tiempo, conducen inevitablemente a la ceguera. Así, de las epidemias de infección hemos pasado a las epidemias de la longevidad y el metabolismo, recordando que cada época produce sus propias formas de perder la vista. Datos globales muestran que, mientras el tracoma y otras infecciones fueron históricamente las principales causas de ceguera, hoy predominan las crónicas y degenerativas, como la catarata y la retinopatía diabética (Resnikoff et al., 2004).
Aunque la ceguera no es causa directa de muerte, estudios epidemiológicos han demostrado que las personas ciegas o con discapacidad visual severa tienen mayor riesgo de morir por cualquier causa. La razón no es fisiológica, sino estructural: caídas, inactividad, menor acceso a servicios, aislamiento social, y dificultad para gestionar otras enfermedades. En otras palabras, lo que mata no es no ver, sino vivir en un mundo que no está hecho para quien no ve. La sociedad fabrica la vulnerabilidad. Y en ese entorno, la ceguera puede convertirse en desvanecimiento existencial: no por la pérdida sensorial, sino por la falta de reconocimiento, apoyo y agencia.
La genealogía crítica de la ceguera encuentra un punto de inflexión en el momento en que las personas ciegas toman la palabra. Ya no como símbolos, ni como sujetos de intervención, sino como autores. Jorge Luis Borges, John Hull, Jacques Lusseyran, Georgina Kleege, Haben Girma, Sabriye Tenberken, María del Carmen Ponce. Cada uno, desde su tiempo y contexto, desmonta los discursos de la compasión y ofrece una forma de vida construida desde la diferencia.
Borges señala que el drama no es ser ciego, sino serlo entre los que ven. Hull describe la ceguera como condición ontológica, no como pérdida. Girma exige derechos como mujer, negra y sordociega. Ponce revela los mecanismos de control sobre el cuerpo de las mujeres ciegas en México. Todas estas voces devuelven la mirada: no hacia la visión perdida, sino hacia la normatividad impuesta. En el caso de las mujeres ciegas, la invisibilidad se duplica: a la marginación por discapacidad se suma la violencia de género, que regula sus cuerpos, sus deseos y sus posibilidades de decisión.
La cultura occidental ha hecho de la vista su sentido privilegiado. Ver es saber, controlar, dominar. Lo visible es lo verdadero. En ese marco, la ceguera aparece como falta. Pero las experiencias narradas por personas ciegas muestran que se puede conocer, amar, moverse, crear y resistir sin necesidad de ojos. La visión no es el único modo de estar en el mundo.
En términos foucaultianos, la ceguera no es solo una condición fisiológica, sino una posición dentro del dispositivo de visibilidad. La persona ciega es vista, nombrada, asistida, corregida. Pero al hablar, al escribir, al actuar, se desmarca del lugar de objeto y se vuelve sujeto de saber. No necesita que otros vean por ellos y ellas. Necesita que otros dejen de mirarlos como personas con carencias.
No es lo mismo estar ciego en Dinamarca que en India, en Francia que en el Sahel. Aunque el cuerpo sea el mismo, el entorno cambia radicalmente. Hay lugares donde la ceguera aún se condena al encierro, la mendicidad o el abandono. Otros donde habilita tecnologías, derechos y autonomía. El cuerpo ciego no es un dato natural, sino un campo de posibilidades históricas y políticas.
La equidad no consiste en hacer ver al que no ve, sino en garantizar que quien no ve pueda vivir sin pedir permiso. Con bastón o sin él, con Braille o sin él, con acceso real a la educación, al deseo, a la calle, a la opinión. La verdadera diferencia está en el mundo, no en el ojo. En distintas partes del mundo, las personas ciegas han conformado redes, asociaciones y movimientos que luchan por el derecho a vivir sin intermediarios. No se trata solo de inclusión, sino de autodeterminación. Como advierte Rosemarie Garland-Thomson, la mirada social pesa tanto como la fisiología: lo que estigmatiza no es la falta de visión, sino la forma en que los otros miran y nombran (Garland-Thomson, 2009).
Mirar desde la sombra
La ceguera ha sido visible, pero rara vez ha sido escuchada. Ha sido representada, pero pocas veces narrada desde dentro. Hoy, quienes viven sin ver nos obligan a mirar de otro modo: no para devolver la luz, sino para desmontar los privilegios de quienes la poseen. No se trata de compadecer, ni de corregir, sino de dejar de pensar la diferencia como defecto.
Ver sin ver es vivir. Y para muchos, ha sido también escribir, resistir y transformar. La ceguera no es un borde: es una forma de habitar el centro desde otro lugar. No más silencios. No más miradas que definen desde afuera. Solo así, quizá, podamos aprender a mirar desde la sombra sin temor, y sin dueños del sentido.
Referencias
• Garland-Thomson, R. (2009). Staring: How we look. Oxford University Press.
• Kleege, G. (1999). Sight unseen. Yale University Press.
• Resnikoff, S., Pascolini, D., Etya’ale, D., Kocur, I., Pararajasegaram, R., Pokharel, G. P., & Mariotti, S. P. (2004). Global data on visual impairment in the year 2002. Bulletin of the World Health Organization, 82(11), 844–851.
• Taylor, H. R. (2008). Trachoma: A blinding scourge from the Bronze Age to the twenty-first century. Centre for Eye Research Australia
*Profesor Titular del Dpto. de Salud Pública, Facultad de Medicina, UNAM y Profesor Emérito del Dpto. de Ciencias de la Medición de la Salud, Universidad de Washington.
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