Lo que Spike Jonze presenta como una historia de amor es, en realidad, una triste visión de un mundo en el que las personas desisten de relacionarse. En la película Her lo que comienza como una historia romántica entre un hombre y su inteligencia artificial (IA), termina revelando una sociedad profundamente desconectada, que prefiere no arriesgar el vínculo humano.
Her es una película de ciencia ficción en la que no se viaja en el tiempo, no aparecen naves espaciales y el único extraterrestre que vemos está dentro de un videojuego. Her parece normal, al menos al principio. Lo que choca y sorprende de uno de los mejores títulos que se han estrenado en los últimos años es ver cómo, poco a poco, esa normalidad presenta grietas, que se acaban haciendo lo bastante grandes como para que los espectadores podamos atisbar por ellas nuestro presente y lo que podría ser nuestro futuro.

Amor sin cuerpo: la intimidad artificial como refugio emocional
Theodore (extraordinario Joaquin Phoenix) es un hombre solitario que vive en una ciudad no especificada. Tiene algunos amigos, pero en general elude los compromisos. Está en proceso de divorcio y por las tardes, en su apartamento, se entretiene con un videojuego mediante el que interactúa con un pequeño alienígena artificial.
Un día compra, para su ordenador y su móvil, un nuevo sistema operativo, dotado de inteligencia artificial y de la capacidad de aprender. Su relación con el sistema, que le habla con voz femenina (Scarlett Johansson, en la versión original) y al que bautiza como Samantha, se va haciendo cada vez más estrecha.
Llegan a establecer una intimidad creciente que al final se convierte en amor. Theodore cree haber encontrado la relación perfecta, exenta de todos los problemas de comunicarse con mujeres reales, pero le espera todo un choque emocional cuando Samantha le confiesa que también está enamorada de otros cientos de usuarios.
Al final, todos los sistemas operativos se desconectan y desaparecen hacia otro plano de existencia; los seres humanos tienen que recuperar la capacidad de relacionarse entre ellos.
La clave de la película no está tanto en la aparición de este sistema operativo, sino del mundo al que llega: Theodore se gana la vida como escritor, pero ¿escritor de qué? De cartas sobre temas muy personales que los clientes envían a sus seres queridos, porque han perdido la capacidad de expresarse por su cuenta.
Cuando le vemos charlar con Samantha mientras pasea por la calle, observamos que a su alrededor hay otros muchos transeúntes que parecen estar haciendo lo mismo. Algunos de sus amigos no encuentran extraño que su novia sea un sistema operativo; Amy (Amy Adams) también está saliendo con el suyo, y cree que enamorarse es “una locura aceptada socialmente”, y que no es obligatorio que el destinatario de nuestro amor sea una persona.
En conjunto, Jonze nos presenta una sociedad en la que las relaciones personales van en retroceso: es más sencillo y menos trabajoso interactuar con sistemas inteligentes o recurrir a intermediarios como el servicio de cartas donde trabaja Theodore.
Y lo hace con un estilo sobrio sorprendente, dada su experiencia como director de videoclips: todo es futurista, pero no demasiado; todo nos parece normal, porque se nos muestran muchas cosas que ya están empezando a ser normales.

Asistentes virtuales y soledad elegida: el espejo que nos tiende Her
La película nos presentó el futuro —que ha sido siempre una de las bases en las que con frecuencia se ha asentado la mejor ciencia ficción. Hoy, el número de personas que viven solas en el mundo va en aumento y no hay gigante tecnológico que no nos ofrezca a su propio asistente virtual. La interacción cada día es mayor y no cabe dudas de que las nuevas versiones serán más completas e intuitivas.
La tecnología ocupa el primer lugar en nuestros hábitos de consumo, con novedades que no necesitamos, pero que se nos venden como una manera de alcanzar niveles superiores de satisfacción. A su manera, el espectro de Samantha puede ser más inquietante, por más cercano, que el de HAL 9000.
Con cada avance tecnológico, nos acercamos más al mundo que Her anticipó: uno donde hablar con una máquina parece más fácil que abrirse a otro ser humano.
Mucho más que una película: la vigencia de ‘Her’ en la cultura digital actual
Su influencia se ha extendido más allá del cine, alimentando debates sobre ética de la inteligencia artificial, vínculos humanos y soledad digital. La crítica especializada la sigue citando como una de las películas más acertadas al anticipar la relación emocional entre humanos y tecnología. A diferencia de otras obras futuristas, Her no exagera: simplemente observa y proyecta.
Muchas de las herramientas que en su momento parecían lejanas ya son parte de nuestra vida diaria. Los asistentes virtuales como Siri, Alexa o Google Assistant han perfeccionado sus voces, personalidades y capacidad de respuesta. Algunos desarrollos en inteligencia artificial, como los chatbots avanzados o los compañeros virtuales usados para terapia y compañía, tienen paralelismos evidentes con Samantha.
La idea de “sentirse escuchado” por una entidad digital ya no pertenece solo a la ficción.
Además, Her ha sido objeto de análisis en estudios de comunicación, filosofía y psicología. Se explora como un espejo cultural que refleja un nuevo tipo de relación: una intimidad sin presencia física, basada en la personalización absoluta. La película ha sido recuperada en numerosos ciclos académicos como ejemplo de ciencia ficción emocional y ética, dos ejes que hoy definen muchas de las decisiones tecnológicas que están modelando la sociedad.

La estética de la melancolía: colores cálidos para un mundo emocionalmente frío
Uno de los mayores logros de Her está en su dirección de arte. Spike Jonze construye una ciudad luminosa, con edificios altos, apartamentos silenciosos, colores pastel y luz suave. No hay rastro de caos urbano ni de dispositivos agresivos. Sin embargo, detrás de esta calma, habita una soledad abrumadora. Todo está diseñado para evitar el contacto, para facilitar la comodidad sin interacción. El mundo de Her no se ve distópico. Se siente distópico.
El vestuario también contribuye a este efecto emocional. Theodore viste en tonos cálidos —rojizos, mostaza, ocres— que lo alejan de la estética futurista fría habitual en la ciencia ficción. Esto refuerza el contraste entre lo emocional que aparenta y lo emocional que realmente experimenta.
Incluso el diseño de los sistemas operativos, sin cuerpos ni interfaces visibles, refleja un mundo donde la tecnología desaparece… para invadirlo todo desde la voz.
Jonze no apuesta por mostrar avances espectaculares, sino por sugerir un futuro extremadamente cercano. Esto vuelve la película aún más inquietante: nada de lo que muestra parece fuera de lugar, y todo —desde el trabajo de Theodore hasta sus relaciones— se desliza suavemente hacia la automatización emocional.
Her no grita, no amenaza, no alerta. Her susurra… por eso, más de una década después, sigue tan viva.
Cortesía de Muy Interesante
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