Un día fui a recoger a mi hijo de la escuela. Por entonces tenía siete años y cursaba first grade. Mientras manejaba de vuelta a casa lo miré por el espejo, sentado en su silla de menor.
“¿Pasó algo?”, le pregunté, ya que no era la única vez que tenía problemas.
“Nada”.
Luego de un rato insistí:
“No me podés mentir. Yo sé que pasó algo en la escuela. ¿Estuviste otra vez discutiendo con tus compañeros?”
Como todo padre temeroso del presente y del futuro de sus hijos, yo siempre trataba de relativizar todo, de no pasarle a los niños las batallas de los mayores. “Esas no son discusiones para niños”, solía contestarle. “Ni los adultos se ponen de acuerdo en eso”. En casa nunca se hablaba de política. Hasta que fue adolescente, le oculté todos mis libros y mis participaciones en los medios.
Esa tarde, no respondió a mi pregunta, tal vez por temor de que me mostrase frustrado. Yo le había repetido muchas veces que no hablase de política en la escuela, aparte de lo estrictamente “académico”.
Unos minutos después, dijo:
“Lo que yo no entiendo es por qué nosotros que lo tenemos todo, tenemos que ir al otro lado del mundo a tirar bombas sobre gente que no tiene nada”
“Pobre muchacho” pensé para mí, sin agregar más nada. “Nunca va a ser feliz”.
Cortesía de Página 12
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