Desmontando la historia: 5 hitos del periodismo que no son como te los han contado

Ya lo decían en El hombre que mató a Liberty Valance (John Ford, 1962): «Cuando la leyenda se convierte en un hecho, se escribe la leyenda». Y no pasa solo en las películas, también en el periodismo. Aquí van cinco momentos estelares del periodismo que no fueron como te han contado. No es que sean mentira, toda leyenda tiene una base real, pero tampoco son del todo verdad.

Edward R. Murrow vs. Joseph McCarthy

En EEUU, el presentador de la CBS Edward R. Murrow es una auténtica leyenda del periodismo. En España, se conoce su biografía gracias a la película Buenas noches y buena suerte, dirigida y coprotagonizada por George Clooney en 2005. La cinta cuenta cómo el periodista que da nombre al premio más importante Radio-Television News Directors Association despellejó en directo al senador McCarthy y acabó de un plumazo con su carrera. Ocurrió un 9 de marzo de 1954 en el programa de la CBS See it now.

Joseph McCarty fue elegido senador por Winconsin en 1947 y, en poco tiempo, se convirtió en una de las figuras más destacadas de la lucha contra el comunismo. Su fama empezó a brillar en febrero de 1950, cuando en un discurso en Wheeling (Virginia) mostró una lista de 57 presuntos comunistas que trabajaban en el departamento de Estado. En pocos meses, en cada nueva intervención, fue aumentando el número hasta más de 200. Con el tiempo, cualquiera que le creyera hubiera pensado que había más rojos infiltrados en la administración americana que en el Partido Comunista Ruso. 

Edward R. Murrow. Foto: Wikimedia

La leyenda cuenta que cuando Murrow dedicó su especial a McCarthy nadie se atrevía a toserle, pero nada más lejos de la realidad. El senador tenía muchos enemigos en los medios: el New York Times, el Washington Post, el Herald Tribune, la cadena Knight (con más de 30 cabeceras por todo el país)… siempre fueron muy críticos con él. De hecho, cuando se emitió See it now, McCarthy estaba en lo más bajo de su carrera: en 1954, el 47% tenía una imagen desfavorable de él. El mérito del programa —que en su momento no tuvo excesivo eco— fue condensar toda la información que había sobre él con un montaje lleno de cortes de McCarthy actuando en directo ante los espectadores, algo que solo conocían por la prensa escrita.

La influencia de Murrow en la caída de McCarthy fue tan insignificante que el historiador Arthur M. Schlesinger jr., en la mejor biografía sobre el personaje (Senator Joe MacCarthy), solo cita al periodista —y de pasada— dos veces, a lo que hay que sumar cuatro líneas de una nota a pie de página. El principal responsable de la caída en desgracia del senador McCarthy fue él mismo. Por un lado, la prensa fue descubriendo que había falsificado parte de su historial militar o que había defraudado a Hacienda; por otro, en su delirio, llegó a acusar a al presidente Eisenhower y al General George C. Marshall de estar a sueldo de los comunistas. Mientras su diana era el Departamento de Estado, la gente le apoyó, pero cuando apuntó al ejército cavó su propia fosa. 

El debate Nixon-Kennedy

Sin duda, fue un día que cambió la historia de la televisión. El 26 de septiembre de 1960 la cadena CBS retransmitió por primera vez un debate electoral entre dos candidatos presidenciales: Richard Nixon, vicepresidente con Eisenhower, y John F. Kennedy, el aspirante más joven de la historia a la Casa Blanca. El primero acudió con un traje gris, se negó a maquillarse y ni siquiera se había afeitado bien; el segundo, moreno, con un impecable traje azul y había preparado hasta el último detalle —su equipo fue el único que visitó el plató antes del evento—. Al final, los testigos coindicen en que el intercambio dialectico fue casi hasta aburrido, pero el demócrata se metió en el bolsillo a la audiencia de la caja tonta —los que lo siguieron por la radio, se inclinaron por el republicano—, ganó millones de votos, y el 8 de noviembre consiguió ganar las elecciones.

A día de hoy, no hay ningún dato que permita asegurar que el debate tuviera la menor importancia en la campaña. De hecho, se celebraron tres más que nunca se citan, así que es poco probable que uno solo —encima, el primero— fuera tan decisivo. El padre del bulo fue el periodista Theodore H. White, amigo y asesor de JFK, quien en su libro The Making of a President (1960) se inventó esta versión que luego se convertiría en canónica. El origen de la historia fue una encuesta realizada por la empresa Sindlinger & Company, que entrevistó a 2.138 personas, de las que el 90% siguió la cita por televisión. De ahí extrapoló unas conclusiones que no aparecían en la encuesta. Un sondeo de Gallup, mucho más fiable, aseguraba dos días después del encuentro que Kennedy fue el ganador para el 43% de los que siguieron el debate (23% de Nixon, 29% indecisos), pero dudaba de que esto hubiera influido en la intención de voto. En todo caso, se supone que de los tres otros debates, dos los ganó Nixon y uno (el último) se saldó con un empate.

El debate Nixon-Kennedy
El debate Nixon-Kennedy. Foto: Wikimedia

El duelo Nixon – Kennedy fue el segundo más ajustado de la historia de las elecciones americanas, como atestigua la diferencia de votos: apenas el 0,17% de los sufragios emitidos (apenas 112.827 votos decidieron el resultado). Lo que le costó la candidatura al republicano fue, seguramente, un mal cálculo. Había prometido visitar los 50 estados del país durante la campaña —acabó extenuado— y cuando apenas faltaban dos días para la votación decidió comparecer en Alaska, que solo daba 3 votos electorales de un total de 522, y allí iba muy por delante en las encuestas).. Kennedy, en cambio, centró el peso de su campaña en los swing states (aquellos donde la competición estaba más reñida y podían decantar el resultado): así se llevó Texas donde había 24 grandes electores en juego (el cuarto estado más importante). Si hubiera hecho campaña en estos, a lo mejor Nixon hubiera ganado, y el mito sería hoy que ir guapo a televisión no da votos.

A sangre fría

Con A sangre fría (1966), el escritor y socialite Truman Capote reinventó el género periodístico y fundó lo que se hoy se conoce como novela de no ficción. Planteado con un reportaje de más de 400 páginas, la obra se publicó por primera vez (por entregas) en la revista New Yorker. La obra fue un éxito inmediato y vendió millones de copias. El autor —la modestia no era su fuerte— quedó bastante decepcionado por no haberse llevado el premio Pullitzer.

La historia, que Richard Brooks llevó al cine en 1967, es de sobra conocida. El 15 de noviembre de 1959, dos excompañeros de cárcel en libertad provisional (Richard Eugene ‘Dick’ Hickock y Perry Edward Smith) viajaron 400 kilómetros hasta la pequeña localidad de Holcomb (Kansas) para robar en casa de Herbert Clutter, un granjero que —creían— guardaba ingentes cantidades de dinero en su casa. Al ver que no había nada, y pese a que los habitantes no oponían resistencia, acabaron asesinando a Clutter, su mujer y sus dos hijas menores. El único botín que consiguieron fue una pequeña radio y cerca de 50 dólares. Semanas después fueron detenidos y, tras un juicio, condenados a morir en la horca. La sentencia se ejecutó el 14 de abril de 1965.

Capote se planteó el libro como un gran reportaje periodístico y acudió al lugar de los hechos acompañado de una vieja amiga (Harper Lee, que con los años se haría famosa por Matar a un ruiseñor) para realizar su investigación. El escritor tuvo acceso incluso a los asesinos, y acumuló más de 8.000 páginas de notas.

Aunque la de Capote se convirtió en la versión canónica de los hechos, lo cierto es que se inventó o fabuló gran parte de su novela. Más que una novela de no ficción —un género que, por cierto, tampoco inauguró— le había salido un relato basado en hechos reales. Literariamente, la diferencia es insustancial pero periodísticamente es un salto muy grande. Se podía admitir que Capote reconstruyera algunas conversaciones entre los convictos y/o las víctimas, pero fue mucho más allá, aunque siempre aseguró que había sido escrupulosamente fiel a los hechos.

Truman Capote
Truman Capote. Foto: Wikimedia

Por ejemplo, en la novela, el encargado del caso (el policía Alvin Dewey) era el astuto investigador que resolvía el caso, pero el autor decidió convertirlo en el héroe de la novela por lo mucho que le había ayudado y no precisamente por su talento como investigador (creía que los asesinos eran gente del pueblo). En realidad, el caso se resolvió gracias a un chivatazo de un compañero de celda de Hickock (Floyd Wells). Otro dato importante es que A sangre fría apenas se cita a Rich Rohleder, un ayudante del sheriff que acudió al lugar del crimen y tomó fotografías y huellas dactilares (una práctica poco habitual en la época) con un equipo que se había fabricado él mismo. Sin las pruebas que logró (dos huellas diferentes de bota) hubiera sido imposible situar a los asesinos en el lugar del crimen o conocer el número de asesinos.

La Chica del Napalm

Para la filósofa y escritora norteamericana Susan Sontag, la joven vietnamita de nueve años Kim Phuc huyendo, desnuda y cubierta de quemaduras, de un ataque de la aviación americana con napalm sobre su pueblo «probablemente hizo más para aumentar el rechazo contra la guerra que cientos de horas de barbarie televisada». No es de extrañar, solo la imagen tomada por Eddie Adams en el momento en que Nguyen Ngoc Loan, jefe de la Policía Nacional, dispara a la sien al guerrillero del vietcong Nguyen Van Lem en una calle de Saigón pude competir con la foto de La niña del napalm a la hora de simbolizar el sinsentido de la guerra de Vietnam. Sin embargo, la historia dista mucho de haber sucedido como siempre se ha contado.

La imagen de Phuc huyendo del horror le valió un premio Pullitzer al periodista Huynh Cong ‘Nick’ Ut. La foto, por cierto, no se titulaba La niña del napalm (como ha pasado a la historia) sino Los horrores de la guerra. El dato es poco importante, pero simboliza la diferencia entre lo que se supone que ocurrió y lo que realmente pasó. Más grave fue cuando, en 1996, el capitán del ejército norteamericano John Plummer reconoció haber dado la orden de bombardear el pueblo de Trang Bang e insinuar que él mismo lanzó la bomba que causó a Phuc sus heridas. Estaba mintiendo.

Que la foto vista hoy no solo representa los horrores de la guerra sino la sinrazón de la intervención norteamericana en Vietnam —donde, a la postre, no consiguieron sus objetivos y fueron derrotados— nadie lo niega. Pero las bombas de las que huía Phuc, aunque made in USA, fueron lanzadas por aviones de la fuerza aérea del ARVN [el ejército del sur]. Aquel 8 de junio de 1972 sus tropas atacaron el pueblo de Trang Bang, en manos del Ejército de Vietnam del Norte (EVN). Inferiores en número, los charlies lograron parapetarse en sus trincheras, frenar el ataque, y causar muchas bajas a sus atacantes.

Era un día lluvioso típico de la temporada del monzón, pero de repente el día empezó a clarear. El ARVN pidió apoyo aéreo y cuatro A-1 Skyraider (de fabricación americana pero pilotados por vietnamitas) acudieron en su ayuda. Sus tropas intentaron marcar su posición con humo morado, tal y cómo hacían según el procedimiento, pero el viento lo disipó. El piloto, incapaz de reconocer a sus propias tropas, lanzó cuatro bombas de napalm sobre sus propios compañeros. El ataque del que huía Phuc no lo llevaron a cabo los americanos sino el ejército sudvietnamita.

¿Cambió la percepción de la guerra que tenían los americanos? Aunque la foto tuvo mucha difusión —en algunos periódicos se alteró para borrar el desnudo de Phuc— no parece que tuviera ningún efecto. La administración Nixon había perdido la batalla de la opinión pública hacía mucho tiempo lo que le había obligado a apostar por la vietnaminzación del conflicto (mantener el apoyo militar pero retirada de tropas). De hecho, en 1972, el número de americanos en el país era de apenas 60.000 efectivos, cuando a principios de 1969 habían llegado a su máximo: unos 550.000 soldados. 

La explosión del Challenger

El martes 28 de enero de 1986, millones de personas permanecían pegadas a la televisión. Se estaba retransmitiendo una nueva misión del transbordador espacial Challenger. Aunque la misión STS-51-L no tenía particular importancia para nadie que no fuera un fanático de la carrera espacial (y en los años 90 no había tantos), pero esta era una ocasión espacial: entre la tripulación, como especialista en carga útil, viajaba Christa McAuliffe, profesora de la escuela secundaria Concord (New Hampshire). Se había convertido en una persona extremadamente popular en su país al haber sido elegida entre 11.000 aspirantes para participar en el Proyecto de Maestros en el Espacio de la NASA, instaurado por Ronald Reagan. Además de realizar algunos experimentos, en el transbordador espacial iba a impartir dos clases. Con esta iniciativa, la agencia espacial norteamericana quería relanzar el interés por su actividad (cada vez se le asignaban menos fondos) y, según Reagan, serviría para poner en valor la importancia de la educación.

La explosión del Challenger
La explosión del Challenger. Foto: Wikimedia

La historia es conocida y quedó grabada en la retina de millones de espectadores. Apenas 73 segundos después del despegue, por culpa de un pequeño fallo en una junta de plástico que creían que se había solucionado, y un fuerte viento, explotó uno de los motores. El Challenger se convirtió en una bola de fuego. Los siete tripulantes no murieron en el acto; la cabina salió disparada y al menos cuatro de ellos seguían vivos —no se sabe si conscientes— cuando se estrelló contra el mar a más de 300 kilómetros por hora.

Una cifra que se maneja habitualmente es que cerca del 17% de los americanos vio el desastre en directo. La cifra real no se sabe, pero el número real de espectadores fue infinitamente inferior. Los únicos que pudieron seguir el despegue en directo fueron los abonados a la CNN que no tuvieran nada que hacer (la emisión fue a las 11:30 de la mañana) o los alumnos de los colegios que se habían conectado vía satélite a la señal que emitió la NASA para centros educativos. La noticia, lógicamente, corrió como la pólvora y en pocos minutos las imágenes aparecieron en todos los informativos, pero, en directo, no lo vio casi nadie… aunque muchos lo recuerden. Es lo que se conoce como el efecto Mandela.

Cortesía de Muy Interesante



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