Durante los últimos 15.000 años, los seres humanos hemos forjado un vínculo muy especial con los perros, una de las primeras especies domesticadas, que ha transformado tanto nuestras vidas como las suyas. Este proceso de adaptación mutua no fue el resultado de una sola decisión ni de una simple estrategia de supervivencia, sino un viaje compartido que comenzó con lobos salvajes acercándose a nuestros antepasados, quienes los recibieron como aliados en sus campamentos. Hoy, con el libro Un hocico prodigioso de Javier López-Cepero Borrego, publicado por Pinolia, descubrimos un análisis profundo sobre cómo esta relación nos ha llevado a integrar a los perros en nuestras familias y comunidades como miembros esenciales.
Desde un enfoque psicológico, el autor nos invita a reflexionar sobre el papel de los perros en la sociedad actual y cómo nos benefician física, emocional y socialmente. Pero la historia detrás de su domesticación, lejos de ser un cuento de hadas en el que simplemente elegimos criar lobos y convertirlos en perros, está llena de retos y matices. En realidad, fue un proceso de adaptación mutua: tanto lobos como humanos debieron hacer ajustes en sus comportamientos, algunos de los cuales aún persisten en las interacciones modernas con nuestros amigos de cuatro patas.
Las teorías sobre cómo comenzó esta relación varían. Algunos creen que los lobos más dóciles y menos temerosos se acercaron a los asentamientos humanos en busca de alimento, aprovechando los restos de comida que se encontraban en los alrededores. Otros sugieren que los humanos pudieron haber adoptado cachorros huérfanos de lobo, permitiéndoles crecer en sus comunidades. Cualquiera sea la razón inicial, estos lobos comenzaron a formar una especie de simbiosis con los humanos: ayudaban a proteger los campamentos y advertían de peligros mientras obtenían alimento fácil en forma de restos de caza.
Sin embargo, la convivencia con lobos salvajes tenía sus riesgos. A diferencia de los perros actuales, estos lobos no eran del todo predecibles, y para nuestros antepasados, el beneficio de contar con su compañía debía ser lo suficientemente valioso como para afrontar los peligros. Con el tiempo, los lobos que mostraban comportamientos menos agresivos y más orientados a la colaboración fueron integrándose mejor en la vida humana, hasta llegar a lo que hoy conocemos como los primeros perros.
A medida que esta relación evolucionaba, los perros comenzaron a desempeñar roles específicos en las sociedades humanas, pasando de simples centinelas a compañeros cercanos. En la actualidad, su presencia en nuestros hogares no solo tiene un valor sentimental, sino que también aporta beneficios tangibles a nuestra salud y bienestar. Estudios recientes demuestran que convivir con perros puede reducir el estrés, la ansiedad y mejorar la salud cardiovascular. También fomentan la actividad física, ya que cuidar de un perro implica pasearlo y dedicarle tiempo al aire libre, lo que a su vez nos ayuda a llevar una vida más activa y saludable.
López-Cepero destaca cómo estos animales actúan como puentes sociales. A través de ellos, muchas personas logran establecer vínculos con otras, romper la soledad e incluso iniciar relaciones. La vida social que surge alrededor de los parques caninos y las asociaciones de rescate de animales es un claro ejemplo de cómo los perros se convierten en catalizadores de relaciones interpersonales. Sin embargo, el autor no se limita a los aspectos positivos: también analiza los retos que conlleva esta relación tan estrecha. El dolor de la pérdida es uno de los temas más complejos, y López-Cepero dedica un espacio para tratar cómo el duelo por la muerte de una mascota puede ser un proceso emocional intenso y, a veces, incomprendido.
Hoy en día, el perro no solo es una compañía, sino un reflejo de nuestro compromiso con el bienestar animal y de la empatía que desarrollamos como sociedad. Un hocico prodigioso invita a cuestionarnos hasta qué punto nuestras vidas giran alrededor de estos animales y a reflexionar sobre el compromiso y responsabilidad que asumimos cuando decidimos compartir nuestro hogar con ellos. Es un vínculo complejo y lleno de matices que, aunque aporta muchos beneficios, también conlleva una serie de desafíos y responsabilidades.
Este libro, sin duda, se convierte en una obra esencial para comprender cómo la relación con nuestros amigos peludos ha evolucionado desde tiempos prehistóricos hasta convertirse en una parte integral de nuestras vidas y sociedades modernas.
Y para aquellos que quieran sumergirse aún más en esta fascinante historia, descubrimos en exclusiva un extracto del primer capítulo de Un hocico prodigioso, publicado por Pinolia. Una mirada a cómo este vínculo ha moldeado nuestras vidas desde el momento en que el primer lobo decidió quedarse a nuestro lado.
Animales humanos y no humanos: una relación llena de matices (escrito por Javier López-Cepero)
En el momento en que empiezo a escribir este libro, llevo algo más de quince años en la Universidad de Sevilla como docente e investigador. Hace unos diez, me encontré empezando a trabajar (un poco por sorpresa, todo hay que decirlo) en el ámbito de la interacción entre humanos y otros animales. Como suele pasar en la vida, el azar te coloca en un camino que no esperabas, pero que termina llenando cada vez más y más espacio en tu agenda y tu mente. Actualmente, la mayor parte de mi trabajo está conectado de una u otra manera con el vínculo que une a animales humanos y no humanos.
En términos totales no es que sea mucho tiempo, pero una década sí te ofrece margen suficiente para haber notado algunos cambios. Hasta hace unos pocos años, el estudio de la relación entre perros y humanos apenas recibía atención de los investigadores españoles. Frente al enorme interés que el asunto despertaba entre el público en general, los académicos no parecían considerarlo relevante. Sin embargo, los últimos años han sido fructíferos y ya son muchas las iniciativas que han ido tomando forma.
Aunque empezamos más tarde que otros países (especialmente, que Estados Unidos, Australia e Inglaterra), España dispone de buenos profesionales dedicados a estudiar el asunto. Y tanto aquí como en otros lugares del mundo, el perro ha sido, con mucho, la especie sobre la que más hemos aprendido. Sin embargo, aunque hay mucho material publicado, la mayoría del conocimiento se esconde en sitios poco visibles. Las revistas científicas, tesis y libros técnicos son materiales que los investigadores consultan con frecuencia, pero que no suelen ser accesibles para las personas que no se dedican a investigar (que vienen a ser el 99,9% de la población). La mayor parte de recursos solo pueden ser consultados previo pago y, además, ¡casi todo se publica en inglés! Incluso los trabajos firmados por hispanohablantes… Basta echar un vistazo a cualquier librería para comprobar que el público general no dispone de demasiada información veraz y accesible sobre el tema.
El objetivo de este libro es poner al alcance de cualquier persona interesada un repaso sobre lo que sabemos —y lo que no sabemos— sobre cómo los perros afectan a nuestra vida. Es un tema amplio que vamos a recorrer en tres grandes bloques: uno dedicado a cómo encajan los perros en las familias actuales, otro centrado en el impacto que estos animales tienen sobre nuestro bienestar físico, psicológico y social, y un último que recorre algunos retos específicos. Este recorrido se apoyará en el conocimiento científico, pero también en la experiencia personal, porque de poco sirve la ciencia si no encaja con lo que podemos ver en nuestro día a día. Igualmente, creo que la complejidad de la relación entre especies puede ser ejemplificada con situaciones cotidianas, facilitando matizar e integrar los hechos que, a menudo, parecen imposibles de unir.
Hablemos del impacto de los animales en nuestra vida
Por ello, espero que me permitan compartir una anécdota personal. En el verano de 2019, fui invitado a participar como ponente en unas jornadas formativas organizadas por la Universidad Autónoma de Chile. Frente a lo que suele pensarse, supone mucho trabajo: te pagan el viaje y la estancia, y luego te pasas varios días yendo de una reunión a clases y de vuelta a otra reunión. Aun así, estas salidas también permiten ver un poco la ciudad, que en este caso era Talca, que se encuentra a tres horas del sur de la capital.
Dentro de las escapadas que sí pudimos organizar, Laura Lara (compañera de promoción en la Facultad de Psicología y anfitriona de las jornadas) y este que escribe visitamos el jardín botánico de la Universidad de Talca, donde estaban representadas muchas especies autóctonas, tanto vegetales como animales. Dentro de esta selección, quizá la más llamativa para alguien que nunca ha visitado la región era la alpaca —una especie de llama con mucha lana y bastante alta, algo así como una oveja con cuello de jirafa—, así que quise acercarme a verlas.
Sin embargo, al llegar, descubrimos que una de las alpacas estaba fuera del recinto. Al vernos, empezó a acercarse a paso cada vez más rápido. Nosotros intentamos mantener la distancia, pero llegado un momento, la alpaca nos alcanzó. Como a cualquier persona que tenga acceso a internet, me vino a la cabeza que estos animales —alpacas, vicuñas, llamas, guanacos y otras especies similares— escupen, así que procuré mantener los ojos fuera de la posible trayectoria. Sin embargo, la alpaca paseante decidió usar una estrategia nueva y optó por embestirme. No es que fuera especialmente grave —suerte que no fuimos a ver búfalos —, pero la falta de costumbre siempre te garantiza llevarte un susto. Con unos aspavientos y unas pocas voces, la alpaca cambió su actitud y se marchó a rumiar su desayuno, quizá a la espera de nuevos visitantes a los que regalar una anécdota.
¿Y por qué traigo esta historia —que es totalmente cierta, como demuestran las pruebas gráficas— a este libro sobre perros y salud humana? Pues porque se ha convertido en una historia recurrente en mis cursos: cuando alguien me pregunta por el impacto que los animales tienen en nuestras vidas, esperando quizá una descripción cien por cien positiva… ¡siempre recuerdo este «impacto» en particular!
Resulta evidente que convivir con perros puede tener efectos positivos sobre nuestra salud. Es un tema en auge, al que cada vez dedicamos más espacio en medios de comunicación y que nos ayuda a conectar con otras personas. ¿Quién no ha roto el hielo en una fiesta hablando de sus animales de compañía? Además, ya podemos anticipar —siento desvelar el final del libro— que la ciencia ha reunido evidencias sobre cómo la convivencia nos afecta a nivel físico, psicológico y social, lo que nos permite defender su existencia más allá de simples impresiones. Sin embargo, esto no puede cegarnos de cara a que esta relación, como cualquier otra, tiene sus matices: no todas las personas obtienen los mismos beneficios, ni todas las experiencias tienen un «impacto » positivo, ni para los humanos ni para los perros.
A lo largo de estas páginas, intentaremos explorar todas estas cuestiones. Pero antes de pasar a hablar de lo que sabemos a día de hoy, parece lógico plantearnos de dónde sale este interés. O, en otras palabras, ¿cómo de nuevas son estas preguntas? Un poco de historia nos ayudará a situarnos mejor sobre el terreno.
Perros y humanos: 15.000 años paseando juntos
Para analizar cómo la llegada de los perros impactó en nuestra salud, primero tenemos que hablar de la aparición del vínculo en sí mismo. ¿Cuándo —y cómo— se juntaron los caminos de estas dos especies?
Rastreando un cruce de caminos
Mucho se ha escrito sobre lo que llevó a los lobos grises (I) y al Homo sapiens a iniciar su etapa conjunta. Unas de las cuestiones que mayor interés suelen despertar es cuándo sucedió, en qué momento podemos hablar de la aparición del perro (Canis lupus familiaris).
Dado el continuo avance de la ciencia, cualquier cifra que aportemos parece condenada a resultar inexacta en un futuro cercano. Es posible que, cuando el lector tenga este libro en las manos, dispongamos de nuevos hallazgos que modifiquen lo que sabemos en este momento. A día de hoy, la investigación genética señala que los perros llevan con nosotros al menos 15000 años. Y digo «al menos» porque tenemos estimaciones que llegan a los 40 000 años, así que la horquilla es bastante amplia.2,3 En todo caso, lo que sabemos seguro es que el perro fue el primer animal domesticado, por delante del ganado bovino, ovino o la avicultura, y también de animales de tiro como el caballo (todos ellos, por debajo de los 10 000 años de antigüedad, que sepamos hoy).
El baile de cifras tiene varias explicaciones. Por una parte, encontrar un hallazgo de hace 15 000 años no implica, necesariamente, que estemos ante el vestigio más antiguo existente. Quizá un nuevo yacimiento arqueológico o el avance de la tecnología nos lleven a localizar evidencias que ahora mismo no manejamos. Además, debemos tener en cuenta que la evolución no es un proceso lineal. El ser humano y el lobo cruzaron sus caminos cientos o miles de veces en distintos puntos del mundo, a lo largo de siglos o milenios, y esos encuentros pudieron seguir trayectorias muy diferentes. Es posible que los lobos fueran domesticados más de una vez y en más de un lugar del mundo, y también cabe la posibilidad de que algunas de las estirpes domésticas se perdieran en la historia (aniquiladas por otras tribus, consumidas como carne en época de escasez, o fruto de enfermedades, por citar algunas opciones). Por lo tanto, cabe la posibilidad de que la domesticación no tenga una sola fecha válida, sino que distintas líneas tengan inicio en distintos momentos.
En un libro de esta misma colección, mi compañero David Ordóñez revisa la presencia de perros en el arte rupestre, encontrando antecedentes que se remontan unos 8 000 años. Especialmente interesantes son las representaciones en las que los perros aparecen dentro de escenas de caza, ámbito en el que su participación mejoró claramente nuestras opciones de éxito. Nuevamente, esto no implica que los perros se añadieran a la caza, guarda o defensa de la tribu hace justo 8 000 años: quizá ocurría desde antes pero no quedó registrado en ninguna pintura, o puede que existan representaciones más antiguas que aún no han sido descubiertas.
Estas líneas no pretenden acabar con el debate, sino destacar que la relación entre perros y humanos se viene desarrollando desde hace milenios. Por situarnos, debemos decir que la rueda nos ayuda a mover peso desde hace apenas 6 000 años, más o menos desde la misma época en la que Mesopotamia empezó a escribir sobre tablillas de barro. Los perros nos han acompañado desde el paleolítico (cuando éramos cazadores-recolectores) hasta la actualidad. Es un recorrido impresionante.
¿Quién convenció a los lobos para dejarse acariciar?
Por lo tanto, hemos establecido que ambas especies han compartido destino durante muchos milenios. Conocido el cuándo, toca ahora abordar cómo se dio la domesticación. Es decir, ¿el ser humano amansó a los lobos a voluntad? ¿Fueron los lobos los que iniciaron el acercamiento? ¿O hay otras formas de explicar todo este proceso?
De entre todas las hipótesis disponibles, que el ser humano domesticara al lobo tomando una decisión estudiada parece la menos plausible. Por una parte, aunque es posible capturar cachorros de lobo y criarlos entre humanos para amansarlos, estos individuos no dejarían de ser animales salvajes. Hacerlos compartir espacio con humanos sería el equivalente a tener un león o un oso dentro de tu aldea.
Por supuesto, existen experiencias anecdóticas de personas que conviven con animales salvajes amansados… ¡pero también podemos encontrar muchos ejemplos de historias que salen mal! Mantener la concordia con un lobo durante un periodo de hambruna parece un reto bastante complicado. Por supuesto, este riesgo podría disminuir tras unas generaciones, si realizamos una selección de los individuos más afables y menos agresivos y los apareamos entre sí, hasta llegar a lo que hoy llamamos perro. Sin embargo, esta reconstrucción parece excesivamente optimista, más propia de los tiempos —y medios— actuales que de las posibilidades de nuestros congéneres durante su etapa nómada. Realizar una selección progresiva de las nuevas camadas exige de una planificación bastante compleja, tanto por la toma de decisiones como por los esfuerzos necesarios para evitar que los lobos seleccionados se apareen con otros lobos salvajes del entorno.
Existen muchas razones para rechazar esta reconstrucción de los hechos pero, aun así, sigue estando muy extendida. Quizá la mayor razón para creerla es porque coincide con una narrativa muy extendida, según la cual el ser humano domina la naturaleza gracias a su inteligencia. Es lo que denominamos antropocentrismo: el humano en el centro de todo. Sigmund Freud lo resumió de un modo magistral al hablar de tres disgustos que la ciencia ha infligido al narcisismo humano: ni el sol gira en torno nuestro, ni nuestra especie está por encima del reino animal, ni tenemos control sobre todas las condiciones que determinan nuestro comportamiento. Por supuesto, las teorías freudianas no están vigentes dentro de la psicología actual, pero hay que reconocer el ingenio de las muchas citas célebres que nos legó: cada vez que un descubrimiento pone en duda la superioridad humana, ¡mucha gente se enfada!
Las explicaciones que mayor consenso generan colocan al ser humano en un rol complementario, no superior al del lobo. La primera de ellas habla de comensalismo. Los asentamientos humanos generan residuos, restos de comida que quedan esparcidos por los alrededores. Aunque los lobos salvajes tenían muy buenas razones para mantenerse alejados de los humanos —otra especie capaz de cazar en grupos coordinados, armados con lanzas, palos y piedras que multiplicaban su capacidad de herir o matar—, la carroña ofrecía una fuente de nutrientes a muy bajo coste. Tener a lobos merodeando representaba un peligro, pero también ofrecían un servicio, dando la voz de alarma ante la incursión de otros depredadores más grandes.
Eso no quiere decir que estos lobos vivieran exclusivamente de los restos proporcionados por humanos, ya que difícilmente encontrarían suficiente proteína animal en la basura como para subsistir. Del mismo modo que la domesticación de vacas y ovejas llevó al ser humano a desarrollar mayor tolerancia a la lactosa —en occidente, pero no en oriente—, los perros tuvieron que incorporar una mayor habilidad para nutrirse a partir de otras fuentes de alimento. Por lo tanto, no debemos pensar en un proceso rápido, sino en una adaptación paulatina que tomó muchas generaciones.
Una segunda hipótesis es la de la adopción entre especies, que explicaría la acomodación de perros y humanos en base a una tendencia natural, unas habilidades o características que hacían posible entendernos mutuamente.
Para comprender mejor esta idea, es importante decir que todos los animales, no solo los humanos, presentan variabilidad de comportamiento. En humanos solemos hablar de personalidad, mientras que en biología suele usarse el término temperamento. Desde el nacimiento, incluso dentro de una misma camada, los distintos individuos van a mostrar diferencias en su conducta. Cada uno es como es y, aunque la personalidad puede variar gracias a la experiencia, suele existir una consistencia a lo largo del tiempo. Esto es importante para entender la hipótesis de la adopción entre especies, porque no todos los lobos (ni todos los humanos) podían dar lugar a un equilibrio de este tipo. Parece plausible que los lobos más abiertos al contacto humano —menos agresivos, más curiosos, más capacitados para leer las señales emocionales y comunicarse— fueran los que lograran perpetuar su lugar en la órbita de los asentamientos humanos. Si antes hemos hablado de los cambios para aprovechar la dieta, en este punto debemos destacar los cambios cognitivos que los perros han adquirido frente a los lobos. Mientras que un cerebro de perro es más pequeño que el de un lobo (en proporción a su peso corporal), su habilidad para comunicarse con humanos es muy superior.
Como decíamos unas líneas más arriba, ambas hipótesis pugnan por dar la mejor explicación a cómo los lobos pasaron a ser perros. También puede ser que ambas tengan parte de razón: los restos de comida atrajeron a muchos animales y el ser humano se acostumbró a convivir con aquellos que mostraron mayor interés por colaborar que por comerse a sus hijos. Lo que está claro es que, en ese camino, ambas especies —y no solo el lobo— cambiamos.
(*) Capítulo extraído del libro ‘Un hocico prodigioso, escrito por Javier López-Cepero y publicado por Pinolia (2024).
Cortesía de Muy Interesante
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