Por tercera vez desde el huracán, atravesamos la Autopista del Sol. Todo ha ido cambiando: ahora son tráileres y no vehículos particulares los que van cargados de víveres. Da gusto ver esas plataformas rodantes llevando láminas en forma de tejas para que, por fin, después de un mes, algunas familias dejen de dormir bajo la luna y las estrellas -y el calorón, la humedad y los moscos-. Rebasamos transportes cargados de aluminio y vidrio y material de construcción para ayudar a arreglar un poco el tiradero. Y caravanas de cochecitos de servicio de internet, sin el cual hoy nadie es nada; o al menos no puede hacer nada.
Y jeeps y camiones con soldados, y más jeeps y camiones con más soldados. Otros, de la Guardia Nacional. Tantos, que no era muy claro si daban más miedo que seguridad.
Como siempre, al topar con Vidanta doblamos a la derecha. Aún hay montañas y montañas de escombros, pero al menos en esa zona ya están ordenadas, en espera de la hora o el día o el mes en que puedan ser retiradas. Las banderas del Boulevard de las Naciones, como testimonio mudo y símbolo de estos tiempos, siguen hechas jirones; pero los locales comerciales se comienzan a levantar: se levantan estructuras que después sostendrán hojas de palmas, ferreterías exhiben carretillas y palas, y uno que otro restaurancito ya ha colgado la manta que se lee como un milagro: ABIERTO.
El estadio donde otro abierto, el de tenis, se volverá a jugar, está custodiado por el hombre alado color turquesa y con máscara de pájaro del escultor michoacano Jorge Marín, y pareciera pensar ya no en el viento que, implacable, le arrancó un ala, sino en cómo va a recuperarla.
Con un tráfico que solo se veía en Semana Santa, cuando las familias regresan de pasar el día entre olas, sol y pescado a la talla en Barra Vieja, bajamos por la Escénica.
El paisaje ya no es todo color arena sucia: los árboles del cerro están tupiéndose de hojas nuevas, como si tuvieran prisa por vestir sus ramas zarandeadas, pero vivas. Bajamos a la Costera a encontrar lo que ya sabíamos e intentar reconocer al Acapulco de la tarde antes de que todo cambiara: eso parece haber sido un Vips o un Toks, decíamos al ver un esqueleto; la enorme botella de Coca Cola que se iluminaba de noche desde que tengo memoria, junto al Centro de Convenciones, convertida en un gigante apagado y abatido.
Afuera del Hotel Elcano, personas con banderas rojinegras tomando la calle, en protesta por el cierre de su fuente de ingreso: “¡queremos trabajar, queremos trabajar!” Y el hotel, como ofreciendo una disculpa silenciosa, herido y paralizado tras el recuento de los daños.
Filas interminables en las banquetas: para el cajero, para el agua, para recibir una despensa. Para todo. Nos va a encontrar más negritos -me habían dicho-, porque pasamos horas formados bajo el solazo.
Retornamos pasando el parque Papagayo, o más bien sus ruinas. Ahí, en la playa donde ondea nuestra bandera, ya están montadas las mesas con sus sombrillas y sillas, listas… pero vacías. En la banqueta, escenas que en otro tiempo y lugar serían surrealistas: se mezclan los trabajadores de la CFE -esos de los que se cuenta que de lo primero que arreglaron fue la electricidad del mítico Tabares en un plan con maña- con guardias armados que resguardan un OXXO; un puesto de refrescos flanqueado por escombros; señoras cargando garrafones y almohadas; hombres con sierras, machetes y escobas, que no se dan abasto, ni tiempo para descansar.
Buñuel conoció el puerto en tiempos en que habíamos roto con España, se hospedó en el hoy destrozado Hotel Presidente con motivo del festival de cine. Seguro no imaginó, como no lo hizo nadie, una escena en la que colchones inertes flotaran en el mar, en las fuentes del Princess, en las albercas a medio llenar.
Los familiares de los marineros desaparecidos, plantados en la glorieta de la base naval de Icacos, con rostros impresos en pancartas, ocasionando un caos vial para ver si así logran hacerse notar y que se escuchen sus dolores, demandas y quejas. Vivos los queremos. No los contabilizaron. No los buscaron. No nos avisaron. En el Club de Yates, dicen, hay una pila de barcos, entre hundidos y averiados, y no los quieren mover hasta que vengan los del seguro. Los cuerpos, dicen, seguro estarán atrapados abajo. Nadie nos escucha, nadie nos ayuda para recuperarlos. No podemos, dicen, gritan, lloran, no podemos vivir sin sepultarlos.
Se suman voces de damnificados que aseguran no haber sido censados para recibir el apoyo que les permita empezar a reparar sus casas; mucha gente, distintas quejas, muchas desgracias. Caos que trae más caos.
Por la noche, la montaña de lucecitas resplandecía con lo que parecía sería una tormenta eléctrica, hasta que desapareció por completo cuando las nubes negras se desataron: una tormenta, se diría, de las buenas, si no fuera porque la mitad de las casas o más aún no tienen techo. Si no fuera porque los departamentos sin cristales se inundaron -otra vez- hasta que el agua encontró salida por los plafones de los vecinos de abajo, tirándolos abajo. Si no fuera porque de nuevo se cortó la luz, si no fuera porque revivió el pánico recién conocido. Daños sobre los daños.
El amanecer tardó, y cuando quiso llegar, como si nada, trajo consigo un arcoíris altísimo que salía del ochentero Hotel Plaza, sobrevolando el mar y cayendo detrás de la isla de La Roqueta. Como un pacto entre el cielo y la tierra y el mar. Como para congraciarse con el puerto que, nuevamente, pasó la noche temblando, una vez más despierto.
Los trabajadores comenzaron a aparecer con sus sonrisas blancas de siempre y su tonito franco: esta vez nos refugiamos pronto, no como cuando el huracán, ya ve que nos confiamos.
Acapulco hace grandes, pesados, difíciles esfuerzos por levantarse. Ahí están sus joyas: la bellísima bahía, su diamante, y la más valiosa: su gente cálida.
Esperando que pase el otro huracán, el de la recuperación: menos violento, pero igual de fuerte; más largo, igual de complicado. Nadie sabe bien cuándo, nadie sabe bien cómo, pero Acapulco volverá.
Volverás, canta Alejandro Santiago:
cuando todo salga a flote
cuando tengas paz, cuando puedas dar
cuando encuentres el camino, la tranquilidad
cuando ordenes tu destino, tu fragilidad
tendré que esperar que pase el huracán
Acapulco está esperando poder levantarse, volver a ser.
Y Acapulco, dicen los acapulqueños por todos lados, está esperándonos.
Que no se acostumbre el corazón a olvidar. Vamos.
Leticia González Montes de Oca
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