Hay artistas que escriben canciones. Otros, que sin querer, escriben capítulos enteros en la historia de una cultura. Y luego está Ozzy Osbourne, que hizo ambas cosas… mientras tambaleaba por el escenario como un médium poseído por el mismísimo espíritu del heavy metal.
De Black Sabbath al delirio colectivo
Corría 1969 —un año de paz y amor en Woodstock, pero también de presagios sombríos en Birmingham— cuando un joven llamado John Michael Osbourne se unió a Tony Iommi, Geezer Butler y Bill Ward para formar una banda que olería más a azufre que a incienso: Black Sabbath. Lo que comenzó como una banda de barrio terminó siendo el Big Bang del heavy metal. Su primer álbum, Black Sabbath (1970), llegó con la misma sutileza que una tormenta eléctrica cayendo sobre una iglesia. Y luego vino Paranoid, el disco que no solo definió un género, sino que sembró el pánico moral en padres de familia y euforia en adolescentes confundidos.
Ozzy, con esa voz que parecía salida de una radio antigua poseída, se convirtió en el ícono de lo que no debía ser. Y ahí empezó la ironía: cuanto más lo demonizaban, más lo seguían.
Del destierro al renacimiento: Blizzard of Ozz
Cuando fue expulsado de Sabbath en 1979 por su impredecible espiral de excesos, todos apostaron por su caída definitiva. Pero Ozzy, que siempre pareció más zombie que humano, tenía una habilidad innata para resucitar. En 1980 lanzó Blizzard of Ozz y lo que parecía un epitafio se convirtió en una epifanía. Con él llegó Randy Rhoads, una especie de Mozart del metal con guitarra eléctrica. Y así empezó la segunda vida de Ozzy. Una vida que, como un gato satánico, tuvo más de siete oportunidades.
Y aquí conviene detenerse: si bien Ozzy fue la estrella, también fue el faro de otros. Rhoads y luego Zakk Wylde no solo brillaron con él; brillaron gracias a él. Ozzy no elegía guitarristas por habilidad, sino por alma. Era como un alquimista decadente que transformaba jóvenes prodigios en leyendas inmortales.
La voz que nadie comprendió (aunque todos identifican)
La voz de Ozzy es, objetivamente hablando, imperfecta. No tiene la técnica de un tenor ni la potencia de un barítono. Y, sin embargo, nadie más podría haber cantado Mr. Crowley o Crazy Train sin traicionar el alma de esas canciones. Su timbre nasal, como un conjuro recitado desde un callejón victoriano, no busca agradar: busca inquietar. Y lo logra.
Criticado, parodiado, infravalorado… pero, ¿cuántos cantantes pueden presumir de haber definido el sonido emocional de todo un movimiento cultural? Ozzy canta como si cada verso fuera una confesión dictada por sus demonios. Y eso, en un mundo de afinaciones perfectas y voces autotuneadas, es revolucionario.
Mr. Crowley, Bark at the Moon y otros himnos impíos
Si Crazy Train fue el grito de guerra de los ochenta, Mr. Crowley fue su misa negra. En esa canción, Ozzy no canta: invoca. El teclado suena como órgano de catedral maldita, y su voz guía el ritual. Luego vinieron Bark at the Moon, No More Tears y la dolorosamente hermosa Mama, I’m Coming Home. En cada una, Ozzy alterna entre el verdugo y el mártir, el monstruo y el hijo pródigo.
Su capacidad de moverse entre el metal más crudo y la balada emocional lo convierte en un caso raro: el frontman que puede gritar como un poseso y, dos minutos después, hacerte llorar.
Mentor de leyendas: Ozzy, el cazador de guitarristas
Si el heavy metal fuera una orden medieval, Ozzy sería el maestro que entrena a sus caballeros con espadas de seis cuerdas. Randy Rhoads, con su virtuosismo neoclásico, y Zakk Wylde, con ese estilo de leñador melódico, fueron más que músicos: fueron extensiones del alma de Osbourne. Y no es casualidad que ambos se convirtieran en referencias absolutas del género.
Ozzy, sin pretenderlo, fue el gran curador del talento guitarrístico de su época. Como si tuviera un radar para lo eterno.
Escándalos, exorcismos mediáticos y la eternidad por error
¿Morder la cabeza de un murciélago? Ozzy lo hizo. ¿Ser acusado de insertar mensajes satánicos en sus discos? También. ¿Protagonizar un reality show donde parecía una mezcla de anciano adorable y espectro desorientado? Claro que sí.
Pero en todo eso, lo que siempre sobrevivió fue la autenticidad. Ozzy jamás intentó fingir cordura, ni se disfrazó de estrella perfecta. Y, paradójicamente, eso lo convirtió en una figura inmortal. Un hombre cuya honestidad desordenada terminó siendo más admirable que cualquier manual de buena conducta.
El último acto: una despedida que no fue tal
En julio de 2025, Ozzy regresó a Birmingham para su último concierto. Un cierre circular, como si quisiera ponerle broche de oro al mito donde todo comenzó. Fue una noche con sabor a epitafio, pero también a resurrección. Porque si algo aprendimos de Ozzy es que nunca termina de irse.
El público, compuesto por canosos veteranos y adolescentes con camisetas de Sabbath, coreó cada canción como si fuera la última oración de un rito pagano. Y tal vez lo fue.
Ozzy: el sobreviviente improbable de un género implacable
Hoy, con más de 75 años y múltiples partes de su cuerpo declaradas en huelga, Ozzy sigue siendo una figura activa. No por fuerza física, sino por peso simbólico. Su voz aún resuena en bandas jóvenes que lo veneran sin haberlo visto jamás en vivo. Su sombra es larga, y su legado, inabarcable.
Ozzy Osbourne no es solo el Príncipe de las Tinieblas. Es el trovador del abismo. El loco que no estaba tan loco. El marginal que terminó dictando las reglas del juego.
A veces incomprendido. A menudo subestimado. Pero siempre, absolutamente, inmortal.
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